Soy
un negro y gordo cilindro de plástico
repleto de aire que ha vivido por varios meses en un depósito oscuro con varios
seres como yo.
Un
buen día terminé en un lugar muy alto, un techo de un bonito barrio de casas de
un par de pisos. Me pusieron debajo una cama de ladrillos desechados que me
elevaban medio metro de un gris y áspero suelo. Era incómodo, pero más incómodo
hubiera sido, supongo, estar en aquel gris y áspero suelo.
Corría
cualquier cantidad de viento y lo hacía con tal fuerza que me hacía tambalear y
por ratos dudar de mi firmeza. Dos tipos estaban conmigo y me arrimaban por
abajo más ladrillos cercándome como no queriendo que me vaya, pero el viento
les seguía dando la contra. Era una lucha por mi estabilidad que a mí nunca me
había preocupado en lo más mínimo.
Luego
de sacarme el transparente plástico que me cubría, me entró un frío terrible, pero
bueno. No me importaba tanto porque me percaté que desde el lugar donde me
habían puesto podía ver lo que sucedía con las personas que estaban cerca, para
ellos yo no importaba mucho, sólo a ciertas horas del día. A veces, por
ejemplo, cuando el sol se ponía encima mío, un par de hombres apoyaban su
sudoroso cuerpo en el mío como no queriendo que el sol les mire. Luego de
dormir, después de comer, se iban.
Un
día me pasó una cosa rara, vino un señor que no tenía el aspecto de los que
hasta ahora había visto en ese lugar. Él nunca me tocó, ni se acercó a mí.
Recuerdo que se paró al frente de la casa, en el cerco que está cruzando la
pista y con un tonito que no me agradó, empezó a hablarle al señor que estaba a
su lado dándole indicaciones acerca de lo que veía de la casa que estaba a mis
pies. Escuché que decía: que la ventana, que el alero, que la columna se ve,
que el huequito en el muro y una serie de cosas que no entendí y que tampoco me
interesaban. Supuse que hablaban de la apariencia de la casa; en toda mi vida
jamás había hablado con mis iguales, por ejemplo, de las letritas blancas que
me tatuaron a la hora de ser creado y él sí hablaba de esos adornos.
El
señor que estaba con él, asentía siempre: “Sí, arqui”. Luego de todo su
berrinche con aire grandilocuente, me señaló a lo lejos y dijo: “a ese tanque
muévanlo más atrás, se ve todo” – luego
se fue.
Ese
día descubrí dos cosas; primero que me llamaba “tanque” y segundo que yo era
feo.
No
entiendo el porqué de su repulsión hacia mí. No entiendo por qué quería que
esas cositas de las que se preocupaba con tanto ahínco ocultaran mi cilíndrico
cuerpo. Como si esas cositas fueran más agradables. Por el reflejo de la
ventana del frente veía una mescolanza de formas medio mariconas y colores grises
un tanto aburridos; unas piedritas y unos vidriecitos que a mí, francamente, me
parecían absurdos. Sobre todo porque a los costados de esa carátula que
enorgullecía al “arqui” había no menos de mil ladrillos apilados intercalados y
separados por unas franjas grises horizontales y verticales, tan grises como el
suelo sobre el que yo estaba. Pensé que esa descoordinación entre esa máscara
adornada y los laterales abandonados era un tanto desquiciada. Mejor, desde
luego, era mi íntegro y sobrio cuerpo puramente negro con mis letritas blancas.
Mejor que esa careta eran, incluso, esos miles de ladrillos apilados; se veían
más coherentes entre sí.
Luego
de esa unipolar conversación que presencié me movieron varios metros al fondo.
Estaba triste, me gustaba el lugar donde estaba antes, desde allí podía ver la
calle y al cerco del frente, el cerco era muy divertido. Al dueño de la casa
también le gustaba ver el cerco del frente, tenía un cuarto (que estaba debajo)
con una ventana inmensa apuntando a ese murote de rojizos y lisos ladrillos
cuidadosamente colocados. Las calles están repletas de muros y a la gente
parece que le encanta mirarlos.
Me
mandaron casi al fondo, a un lugar más alto. Efectivamente, desde ahí ya no
podía ver la calle del frente y supongo que desde la calle tampoco me veían. Eso
era lo que el “arqui” quería, ya debería estar contento al ver consumado su
paranoico capricho. Yo sólo estaba nervioso, el viento era más fuerte. Un tipo
luego vino y me empezó a introducir unos horrendos palos grises rectos por arriba
y por abajo, taponeándome. Pasó un par de horas
y empezaron a rellenarme las entrañas de fría agua como si yo fuera un
cactus, un cactus en plena ciudad.
Me
llenaban y me seguían llenando a más no poder. Luego sentía que el agua que me
metían por arriba se escapaba por uno de los tubos de abajo sin previo aviso.
Me pareció realmente estúpido. Meterme algo para que se me salga al instante…
no entendía a los humanos. Pasaron varios días y me acostumbré al fluido de las
aguas en mi interior. Me acostumbré a la ropa indecente en el cordel que me tiraba
el viento en la cara. Me acostumbré al clima raro. Me acostumbré al gato que me
trepaba y al perro que me meaba. Seguí por muchos días en ese lugar y por ratos
no era agradable, había que compartirlo siempre con muebles rotos, roedores,
antenas satelitales, ropa colgada a medio secar y caca de perro desparramada
por el suelo.
Luego de acostumbrarme a las peripecias de ese techo sucio empecé
a ver lo que había más allá y me fue agradando un poco el frío y a veces
caliente lugarcito.
Desde
ahí veía a otros como yo y mi situación ya no me entristecía porque ellos
estaban también con agua revoloteando en su interior. Podía ver también algunos
que ni sabía de su existencia. Había algunos encerrados en un fortín oscuro
como si fuera la caja superior de un ascensor, una caja fuerte. No quisiera estar allí. Había
varios a los que algún ser desalmado les colocó tremendo muro bien pintado para
que los pobres tanques no puedan ver su respectiva callecita del frente. Había
otros también de color azul chillón (¿Como el cielo?) y otro tanto de un
patético y aburrido beige (¿Como las paredes de casi todas las casas?) los veía
y me preguntaba, y yo ¿A qué me pareceré?,
¿A quién se le habrá ocurrido los colorcitos?... De seguro los
colorcitos se le ocurrieron también al “arqui”. Ese es un tipo muy raro.
Él
me alejó de la calle para que no me vean y, en efecto, no puedo ver la calle;
pero ahora veo toda la ciudad y supongo
que toda la ciudad que yo miro también puede verme. No entiendo su obstinado
afán por la callecita del frente.
Desde
aquí veo todas las mañanas a los panaderos (de repente no le interesa que me
vean los “panaderos”). Desde aquí veo las peleas de todos los vecinos a través
de sus ventanas. Desde aquí veo los aviones y la gente que viaja en los aviones
también puede verme y ver a mi centenar de voluminosos compañeros. Desde aquí
veo el tráfico y la gente que está pudriéndose en el tráfico también nos ve. Desde
aquí veo la gente que se asoma mirando hacia abajo por las ventanas de decenas
de bloques súper altos con casas dentro, todos los días, mañana, tarde y noche
y también nos ven. Pero parece ser que al “arqui” eso tampoco le importa.
A
él sólo le importa la gente que nos veía de la callecita del frente. De repente
los vecinos del frente son personas muy importantes y, como yo soy muy feo,
quería ahorrarme el menosprecio y el mal rato. No lo sé, yo sigo pensando que ese
tipo está mal de la cabeza, o de repente de la vista, no lo sé, pero algo mal
anda dentro de él.
Han
pasado ya tres años y yo sigo aquí viendo el mismo amanecer y el mismo anochecer.
El sol ha cambiado, está más jodido e insolente; pero ya me agrada más este
lugar, ver la ciudad es reconfortante. Cada vez somos más y de los tres mismos
colorcitos, pero los negros siempre somos los más numerosos, aunque yo ya no
soy tan negro como antes. Pienso que un día vendrá el “arqui” e inventará unos
tanques de color celeste cielo y les pintará nubes y pajaritos para pasar
inadvertidos, como somos tan feos y él… ¡tan bueno!
Las
palomas mensajeras (las mismas que nos ensucian) nos traen y llevan los
mensajes cada cierto tiempo. La última que vino me dijo que al otro lado de la
ciudad también hay más “arquis” que hacen el mismo berrinche que yo presencié;
no con todos mis amigos tanques pero sí con la mayoría, a algunos los colocan -Dios
sabe quién- donde sea y nadie tiene mayor problema.
La
vida debería ser así, libre, sin tantas complicaciones ni antojos; tanto se
preocupaba el tal “arqui” por maquillar su casa… para nada. A los meses la
súper ventana se hizo más chica, varias paredes se vistieron de un frío
material cuadriculado y a mí en unas cuantas semanas van a ponerme debajo un material
que dicen es “provisional”, para estar ahora tres metros más cerca de las nubes.
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