4 de septiembre de 2013

Los dos mil metros cuadrados de Equis Rodríguez



El Perú tiene un mundo paralelo. Hay arquitectos que se encariñan extrañamente con las casas que hacen -cosa que no está mal- y les ponen nombres. Los nombres que les ponen suelen ser aburridos, los terminan codificando como si fueran un experimento, una nave espacial, una máquina industrial o algo que guarda detrás una truculenta e intensa actividad proyectual e imaginativa. Algo escondido e indescifrable que solo podrá descubrir el arquitecto luego de exponer sus ejercicios artísticos en alguna conferencia nacional de arquitectura contemporánea. Mucha intensidad. La casa X, la casa Z, la casa AB, la casa W, la casa PA, la casa PE, la casa ABCD, la casa asterisco. No está claro a qué se refieren los nombres. Cualquier mortal le pondría nombres como “la casita de doña Juana” o “la casa de la esquina entre la calle Las Poncianas y Francisco Bolognesi”. “La casita del señor del Volkswagen azul”, algo así. No creo que la señora de la casa se llame Equis. Equis Rodríguez. O se apellide AB o ABC. De repente se apellida Xilófono o Zapato o el nombre de su marido es Washington. Quizá son las iniciales; en ese caso se las cataloga para ser recordadas como siglas y su archivo resulte más light y menos obvio. Más profundo y sofisticado.

El otro día de casualidad llegué a la página web de un arquitecto bastante conocido a lo largo y ancho del Perú. Tenía unas diez casas ordenadas cronológicamente codificadas con las más sofisticadas letras del abecedario. Supuse que detrás de ellas se escondían kilos y kilos de inteligencia espacial volcados en esos dichosos terrenos peruanos.

Me detuve a ver una de ellas, sin embargo esta vez no fue el nombre lo que llamó mi atención. Lo más interesante que vi era que mencionaba abiertamente en la memoria descriptiva que, al fiel estilo de un juego de estrategia de nivel experto, tuvo que pasar por una gran peripecia creativa al haberse topado con un lote pequeño para hacer una casa bifamiliar. Su lote pequeño media cerca de dos mil metros cuadrados. Y dije -no, este hombre no tiene ni la menor idea de lo que es algo pequeño. No quiero ni imaginar lo sangrienta que hubiera sido su labor y lo estresante y migrañosa que hubiera resultado su epifanía creativa si le hubiese tocado un lote como en los que trabajan los arquitectos comunes y corrientes. Uno de ciento cincuenta metros cuadrados o uno apretujado en seguidilla dentro de una manzana de algún barrio de clase media emergente.

En este caso, el arquitecto tendría que cobrar más, el doble o el triple, supuse. Sobre todo si es una estrella de la arquitectura nacional. Es decir, si le es tan complicado diseñar una casita en un terreno del tamaño de un coliseo cerrado, qué le esperará si lo hace en un apéndice de la ciudad. Le hubiese dado el soponcio. Al estar acostumbrado a lotes de mil metros cuadrados en adelante le resulta sumamente dificultoso trabajar en un casillero irrisorio y su destreza proyectual se ve bombardeada por la dura realidad. Quizá por eso es que casi no se ven grandes y legendarias obras arquitectónicas de grandes y legendarios arquitectos a la vuelta de la esquina. En lotes de siete metros de frente. Podría darle la vuelta a la manzana y no encontraré una. Podría darle una vuelta a veinte manzanas a la redonda y tampoco la encontraré.

Qué bueno es saber que la arquitectura peruana viene de un mundo paralelo. Espero conocerlo pronto.

Por Israel Romero Alamo 

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