El Perú tiene un mundo
paralelo. Hay arquitectos que se encariñan extrañamente con las casas que hacen -cosa que no está mal- y les ponen
nombres. Los nombres que les ponen suelen ser aburridos, los terminan
codificando como si fueran un experimento, una nave espacial, una máquina
industrial o algo que guarda detrás una truculenta e intensa actividad
proyectual e imaginativa. Algo escondido e indescifrable que solo podrá descubrir
el arquitecto luego de exponer sus ejercicios artísticos en alguna conferencia
nacional de arquitectura contemporánea. Mucha intensidad. La casa X, la casa Z,
la casa AB, la casa W, la casa PA, la casa PE, la casa ABCD, la casa asterisco.
No está claro a qué se refieren los nombres. Cualquier mortal le pondría
nombres como “la casita de doña Juana” o “la casa de la esquina entre la calle
Las Poncianas y Francisco Bolognesi”. “La casita del señor del Volkswagen azul”,
algo así. No creo que la señora de la casa se llame Equis. Equis Rodríguez. O
se apellide AB o ABC. De repente se apellida Xilófono o Zapato o el nombre de
su marido es Washington. Quizá son las iniciales; en ese caso se las cataloga
para ser recordadas como siglas y su archivo resulte más light y menos
obvio. Más profundo y sofisticado.
El otro día de casualidad
llegué a la página web de un arquitecto bastante conocido a lo largo y ancho
del Perú. Tenía unas diez casas ordenadas cronológicamente codificadas con las
más sofisticadas letras del abecedario. Supuse que detrás de ellas se escondían
kilos y kilos de inteligencia espacial volcados en esos dichosos terrenos
peruanos.
Me detuve a ver una de ellas,
sin embargo esta vez no fue el nombre lo que llamó mi atención. Lo más
interesante que vi era que mencionaba abiertamente en la memoria descriptiva que, al fiel estilo de un juego de estrategia de nivel experto, tuvo que pasar
por una gran peripecia creativa al haberse topado con un lote pequeño para hacer una casa bifamiliar. Su lote
pequeño media cerca de dos mil metros cuadrados. Y dije -no, este hombre no tiene
ni la menor idea de lo que es algo pequeño. No quiero ni imaginar lo sangrienta
que hubiera sido su labor y lo estresante y migrañosa que hubiera resultado su
epifanía creativa si le hubiese tocado un lote como en los que trabajan los
arquitectos comunes y corrientes. Uno de ciento cincuenta metros cuadrados o
uno apretujado en seguidilla dentro de una manzana de algún barrio de clase
media emergente.
En este caso, el arquitecto tendría
que cobrar más, el doble o el triple, supuse. Sobre todo si es una estrella de
la arquitectura nacional. Es decir, si le es tan complicado diseñar una casita en
un terreno del tamaño de un coliseo cerrado, qué le esperará si lo hace en un
apéndice de la ciudad. Le hubiese dado el soponcio. Al estar acostumbrado a
lotes de mil metros cuadrados en adelante le resulta sumamente dificultoso
trabajar en un casillero irrisorio y su destreza proyectual se ve bombardeada
por la dura realidad. Quizá por eso es que casi no se ven grandes y legendarias
obras arquitectónicas de grandes y legendarios arquitectos a la vuelta de la
esquina. En lotes de siete metros de frente. Podría darle la vuelta a la
manzana y no encontraré una. Podría darle una vuelta a veinte manzanas a la
redonda y tampoco la encontraré.
Qué bueno es saber que la arquitectura
peruana viene de un mundo paralelo. Espero conocerlo pronto.
Por Israel Romero Alamo
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