9 de octubre de 2013

Derivas sobre cuartos reducidos


El trabajo de Daniela Ortiz (2012), el artículo de Nicolás Kisic (2012) y el reciente artículo de Wilfredo Ardito Vega en lamula.pe (2013) acerca de los cuartos de servicio en las viviendas, develan una realidad compleja y por lo tanto más amplia de lo que parece. Kisic, como arquitecto, parece ser técnicamente más consciente del tema. Por otro lado, el análisis crítico de Ortiz (a quien hay que darle el mérito por comenzar el análisis) es claramente de corte social, pareciendo repercutir ello en la visión que expone Ardito Vega expresada en una incomodidad y queja directa al sector inmobiliario y sobre todo a los arquitectos. Una posición casi ciudadana. Cosa que no está nada mal y que, por el contrario, revela lo sustancial, amplio y heterogéneo del problema en cuestión.

Habría que diferenciar claramente el tema de los cuartos de servicio en las edificaciones diseñadas por los arquitectos en los dos bloques que se están mostrando. El primero es el que expone Ortiz en su análisis y está referido directamente a viviendas unifamiliares de la alta sociedad limeña. Por otro lado, el que muestra Ardito Vega que está dirigido a los edificios multifamiliares. Ambas situaciones son claramente distintas y Kisic las cubre bien aunque termine mezclando ambas realidades en una sola cuando no se está hablando de lo mismo.

En el caso de los departamentos de edificios multifamiliares, en el que Ardito Vega desenvaina toda su justificada indignación, la situación es clara. Los departamentos se hacen previamente con el consentimiento del arquitecto quien es el que, amparado en la reglamentación y la costumbre, consiente y da el visto bueno. Diseña y/o firma. Luego de ello, el futuro residente es quien decide aceptar o no el inmueble con sus bondades y problemas. La culpa es, por ello, básicamente legal, técnica y ética y el arquitecto está directamente inmerso en ello. Kisic se desplaza bien y abre oportunamente el panorama. No obstante, este problema ético-técnico-legal no nace de la nada pues está enraizado precisamente en el trabajo de Ortiz. Es decir, el departamento que se vende pretende ser una vivienda unifamiliar y por lo tanto repetir todas las bondades que la vivienda trae consigo. Que Ortiz se oriente a la clase alta limeña resulta medular pues es esta precisamente la que se muestra como el paradigma a seguir. Prueba de ello es el discurso demagógico de las inmobiliarias al ofrecer sus departamentos con retóricas y eufemismos que pretenden conmover al ciudadano.

En ese segundo caso, el analizado por Ortiz, el papel del arquitecto paradójicamente resulta no ser tan trágico –por ello el trabajo de Ortiz claramente no está abocado a una crítica arquitectónica- pues hay una suma de cuestiones más trascendentes que el mero diseño. Es decir, en las grandes viviendas de la alta sociedad limeña, el arquitecto, casi siempre amigo de los propietarios, termina por acceder a las peticiones de sus clientes quienes son los que tienen el poder de decidir qué sucede o no con su vivienda. La personalización del diseño es lo que permite esto.

Ahora bien, entrando específicamente en lo arquitectónico, nos topamos con que la zona de servicio no es el gran tema en la proyección de una casa de ciudad (o de playa). Nunca lo ha sido. Es un tema que al arquitecto no le interesa si lo comparamos con otros dentro de la misma vivienda y es por ello que su principal puja con el propietario está centrada en las otras zonas, espacios o ambientes de la casa que, más allá de ser los espacios donde la “familia” “vivirá”, son los espacios que sí hablarán de su obra. El arquitecto le habla de forma, de espacio y de materiales, no le habla del servicio. La lavandería o el cuarto de servicio no hablan de su obra. Siendo fríos, nunca se fotografiará la zona de servicio.

Si nos ponemos en el caso contrario, en la situación de que el arquitecto buenamente proponga una estancia mucho más saludable y humana para el personal de servicio, la respuesta será casi siempre contraria salvo rebuscadas excepciones. El dormitorio de la empleada no puede ser del mismo tamaño que el de los hijos- diría la señora. Es evidente. El dormitorio de la empleada no puede estar muy cerca a los de la “familia”. También está claro. En lugar de un dormitorio de servicio más amplio es mejor un dormitorio chico y un lugar para poner escobas –razonaría la señora de la casa con un justo sentido y dominio de lo que es suyo. Entonces, la posición frente a esos fuertes argumentos destruye la buena intención que podría tener el arquitecto. Si dicho dormitorio no “debe” estar cercano a los de la “familia”, evidentemente va a estar en un lugar “alejado” y este es -con todo lo que ello implica- en la “zona de servicio”. Precisamente lo que los arquitectos, desde la invención de la zonificación, llaman así.

El tema en este caso escapa de las manos del arquitecto. Para descentrar el dormitorio de servicio de dicha zona habría que hacer una casa collage de todo contra todo. Para irnos al extremo, desterrar la zonificación; cosa que la familia, quien paga el diseño y la obra, no estaría de acuerdo si no es consciente del ‘extraño’ que entrará en casa.

Para hacer un dormitorio de servicio más grande, placenteramente iluminado o humanamente habitable habría que identificarse con la persona que vivirá allí. Habría que, incluso, amar al prójimo sin conocerlo. La familia no se va a prestar a ser tan abierta con un desconocido que puede ser muy buena persona como también puede ser exactamente todo lo contrario. Habría también que ser conscientes de que todos somos iguales y que tenemos el mismo derecho de vivir bien. Puede que se dé pero es más probable que no suceda así.

En todos estos aspectos el arquitecto no está acostumbrado a actuar y tampoco tiene las armas suficientes. A decir verdad, el dar clases de civismo y de amor al prójimo no es su campo de acción. Son situaciones de humanidad y de convivencia que la arquitectura no logra contener. En esta situación hay una fuerte carga social en la familia dominante y en el individuo dominado que escapan olímpicamente de la arquitectura y donde el papel del arquitecto queda bastante reducido. Los prejuicios clasistas, racistas y paranoicos de muchas familias y personas arraigadas en siglos pasados son los que imperan en estos casos, y ese ejemplo es el que se distribuye como paradigma al resto de sectores de la población como viene sucediendo en la arquitectura de los departamentos.

El arquitecto puede pretender convencer al propietario pero no es quien tiene la última palabra pues, a diferencia de lo que sucede en un edificio de viviendas, el diseño de las viviendas unifamiliares sí es personalizado.

Habría que entender entonces que la responsabilidad sobre la edificación, al menos en estos casos, donde los espacios no se fabrican en serie, no corresponde íntegramente al arquitecto. Intervienen factores sociales y económicos mucho más importantes a la hora de diseñar, construir y habitar una vivienda en los que el arquitecto no tiene el sartén por el mango. El arquitecto no puede solucionarlo todo. El arquitecto puede tener el dominio de todos esos aspectos para no ser inconsciente de ello pero –salvo casos estrictamente específicos- no es quien tiene la última palabra.

En conclusión, hay que ser más sinceros y aceptar que el tema “servicio” nunca ha sido un tema de arquitectos. El servicio ha sido siempre el patio trasero, el lado oscuro de la casa. La zona fea de las ciudades que no aparece –ni aparecerá- en las postales. El arquitecto se dirige hacia lo que se observa porque quiere mostrar su capacidad inventiva y su dominio (in)trascendental de la arquitectura. Y está claro que eso no lo ha decidido él sino que parte de un problema estructural de la civilización de orden social y político que él no domina.

No es cuestión de reubicar un ambiente o de agrandar un cuarto. Es cuestión de cambiar la concepción y hasta el significado de lo que es el servicio, el personal de servicio, el trabajador del hogar o como sea que se le llame en la actualidad. Es cuestión de cambiar esa estructura vertical en donde evidentemente el empleado está subyugado y por debajo del empleador. Es cuestión de horizontalizar significativamente la relación entre seres humanos en donde todos puedan convivir en condiciones similares. Y estos son aspectos en los que -al menos por ahora- el arquitecto no está ni inmerso ni interesado. Mientras el arquitecto piense que estos temas no son de su incumbencia, su arquitectura será una bella torre de marfil. Muy poderosa pero inútil para cambiar la realidad. ¿O será, en efecto, que ese ya no es un objetivo de la arquitectura?

Por Israel Romero Alamo




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