El trabajo de Daniela Ortiz (2012), el artículo de Nicolás Kisic (2012) y el reciente artículo de Wilfredo Ardito Vega en lamula.pe (2013) acerca de los cuartos de servicio en las viviendas, develan una realidad compleja y por lo tanto más amplia de lo que parece. Kisic, como arquitecto, parece ser técnicamente más consciente del tema. Por otro lado, el análisis crítico de Ortiz (a quien hay que darle el mérito por comenzar el análisis) es claramente de corte social, pareciendo repercutir ello en la visión que expone Ardito Vega expresada en una incomodidad y queja directa al sector inmobiliario y sobre todo a los arquitectos. Una posición casi ciudadana. Cosa que no está nada mal y que, por el contrario, revela lo sustancial, amplio y heterogéneo del problema en cuestión.
Habría
que diferenciar claramente el tema de los cuartos de servicio en las
edificaciones diseñadas por los arquitectos en los dos bloques que se están
mostrando. El primero es el que expone Ortiz en su análisis y está referido
directamente a viviendas unifamiliares de la alta sociedad limeña. Por otro
lado, el que muestra Ardito Vega que está dirigido a los edificios
multifamiliares. Ambas situaciones son claramente distintas y Kisic las cubre
bien aunque termine mezclando ambas realidades en una sola cuando no se está
hablando de lo mismo.
En
el caso de los departamentos de edificios multifamiliares, en el que Ardito
Vega desenvaina toda su justificada indignación, la situación es clara. Los
departamentos se hacen previamente con el consentimiento del arquitecto quien
es el que, amparado en la reglamentación y la costumbre, consiente y da el
visto bueno. Diseña y/o firma. Luego de ello, el futuro residente es quien
decide aceptar o no el inmueble con sus bondades y problemas. La culpa es, por
ello, básicamente legal, técnica y ética y el arquitecto está directamente
inmerso en ello. Kisic se desplaza bien y abre oportunamente el panorama. No
obstante, este problema ético-técnico-legal no nace de la nada pues está
enraizado precisamente en el trabajo de Ortiz. Es decir, el departamento que se
vende pretende ser una vivienda unifamiliar y por lo tanto repetir todas las
bondades que la vivienda trae consigo. Que Ortiz se oriente a la clase alta
limeña resulta medular pues es esta precisamente la que se muestra como el paradigma
a seguir. Prueba de ello es el discurso demagógico de las inmobiliarias al
ofrecer sus departamentos con retóricas y eufemismos que pretenden conmover al
ciudadano.
En
ese segundo caso, el analizado por Ortiz, el papel del arquitecto paradójicamente
resulta no ser tan trágico –por ello el trabajo de Ortiz claramente no está
abocado a una crítica arquitectónica- pues hay una suma de cuestiones más trascendentes
que el mero diseño. Es decir, en las grandes viviendas de la alta sociedad
limeña, el arquitecto, casi siempre amigo de los propietarios, termina por
acceder a las peticiones de sus clientes quienes son los que tienen el poder de
decidir qué sucede o no con su vivienda. La personalización del diseño es lo
que permite esto.
Ahora
bien, entrando específicamente en lo arquitectónico, nos topamos con que la
zona de servicio no es el gran tema en la proyección de una casa de ciudad (o
de playa). Nunca lo ha sido. Es un tema que al arquitecto no le interesa si lo comparamos con otros dentro de la misma vivienda y es por ello que su principal
puja con el propietario está centrada en las otras zonas, espacios o ambientes de
la casa que, más allá de ser los espacios donde la “familia” “vivirá”, son los
espacios que sí hablarán de su obra. El arquitecto le habla de forma, de
espacio y de materiales, no le habla del servicio. La lavandería o el cuarto de
servicio no hablan de su obra. Siendo fríos, nunca se fotografiará la zona de
servicio.
Si
nos ponemos en el caso contrario, en la situación de que el arquitecto
buenamente proponga una estancia mucho más saludable y humana para el personal
de servicio, la respuesta será casi siempre contraria salvo rebuscadas
excepciones. El dormitorio de la empleada no puede ser del mismo tamaño que el
de los hijos- diría la señora. Es evidente. El dormitorio de la empleada no
puede estar muy cerca a los de la “familia”. También está claro. En lugar de un
dormitorio de servicio más amplio es mejor un dormitorio chico y un lugar para
poner escobas –razonaría la señora de la casa con un justo sentido y dominio de
lo que es suyo. Entonces, la posición frente a esos fuertes argumentos destruye
la buena intención que podría tener el arquitecto. Si dicho dormitorio no
“debe” estar cercano a los de la “familia”, evidentemente va a estar en un
lugar “alejado” y este es -con todo lo que ello implica- en la “zona de
servicio”. Precisamente lo que los arquitectos, desde la invención de la
zonificación, llaman así.
El
tema en este caso escapa de las manos del arquitecto. Para descentrar el
dormitorio de servicio de dicha zona habría que hacer una casa collage de todo
contra todo. Para irnos al extremo, desterrar la zonificación; cosa que la
familia, quien paga el diseño y la obra, no estaría de acuerdo si no es
consciente del ‘extraño’ que entrará en casa.
Para
hacer un dormitorio de servicio más grande, placenteramente iluminado o
humanamente habitable habría que identificarse con la persona que vivirá allí.
Habría que, incluso, amar al prójimo sin conocerlo. La familia no se va a
prestar a ser tan abierta con un desconocido que puede ser muy buena persona como
también puede ser exactamente todo lo contrario. Habría también que ser
conscientes de que todos somos iguales y que tenemos el mismo derecho de vivir
bien. Puede que se dé pero es más probable que no suceda así.
En
todos estos aspectos el arquitecto no está acostumbrado a actuar y tampoco
tiene las armas suficientes. A decir verdad, el dar clases de civismo y de amor
al prójimo no es su campo de acción. Son situaciones de humanidad y de
convivencia que la arquitectura no logra contener. En esta situación hay una
fuerte carga social en la familia dominante y en el individuo dominado que
escapan olímpicamente de la arquitectura y donde el papel del arquitecto queda bastante
reducido. Los prejuicios clasistas, racistas y paranoicos de muchas familias y
personas arraigadas en siglos pasados son los que imperan en estos casos, y ese
ejemplo es el que se distribuye como paradigma al resto de sectores de la
población como viene sucediendo en la arquitectura de los departamentos.
El
arquitecto puede pretender convencer al propietario pero no es quien tiene la
última palabra pues, a diferencia de lo que sucede en un edificio de viviendas,
el diseño de las viviendas unifamiliares sí es personalizado.
Habría
que entender entonces que la responsabilidad sobre la edificación, al menos en
estos casos, donde los espacios no se fabrican en serie, no corresponde
íntegramente al arquitecto. Intervienen factores sociales y económicos mucho
más importantes a la hora de diseñar, construir y habitar una vivienda en los
que el arquitecto no tiene el sartén por el mango. El arquitecto no puede
solucionarlo todo. El arquitecto puede tener el dominio de todos esos aspectos
para no ser inconsciente de ello pero –salvo casos estrictamente específicos-
no es quien tiene la última palabra.
En
conclusión, hay que ser más sinceros y aceptar que el tema “servicio” nunca ha
sido un tema de arquitectos. El servicio ha sido siempre el patio trasero, el
lado oscuro de la casa. La zona fea de las ciudades que no aparece –ni aparecerá-
en las postales. El arquitecto se dirige hacia lo que se observa porque quiere
mostrar su capacidad inventiva y su dominio (in)trascendental de la
arquitectura. Y está claro que eso no lo ha decidido él sino que parte de un
problema estructural de la civilización de orden social y político que él no
domina.
No
es cuestión de reubicar un ambiente o de agrandar un cuarto. Es cuestión de
cambiar la concepción y hasta el significado de lo que es el servicio, el
personal de servicio, el trabajador del hogar o como sea que se le llame en la
actualidad. Es cuestión de cambiar esa estructura vertical en donde
evidentemente el empleado está subyugado y por debajo del empleador. Es
cuestión de horizontalizar significativamente
la relación entre seres humanos en donde todos puedan convivir en condiciones
similares. Y estos son aspectos en los que -al menos por ahora- el arquitecto
no está ni inmerso ni interesado. Mientras el arquitecto piense que estos temas
no son de su incumbencia, su arquitectura será una bella torre de marfil. Muy poderosa pero inútil para cambiar la realidad.
¿O será, en efecto, que ese ya no es un objetivo de la arquitectura?
Por Israel Romero Alamo
Por Israel Romero Alamo
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