24 de abril de 2014

A propósito de Hans Hollein


Los edificios de gran altura —en el Perú— suelen ser un tema escurridizo cuando se quiere hablar de buena arquitectura.

En estos tiempos, los grandes edificios casi siempre son inmensas vitrinas de vidrio reflejante que de día rebotan los rayos del sol y de noche tienen divertidas luces led. Atrás quedaron los edificios mitad lleno mitad “vacío” como la torre del Centro Cívico de Lima o el edificio Petroperú, que eran, cada uno en su momento, y para bien, cosas raras. A decir verdad, la torre del Centro Cívico no tenía —si lo vemos como edificio aislado— gran aporte más allá de su propia altura, sus ventanas alargadas y el extrude infinito que la época le exigía. No tenía ese nosequé que suele tener la arquitectura que hace que unas cosas nos gusten y otras no tanto. A diferencia de ése, el edificio Petroperú sí tenía (y aún mantiene) algo de magia que lo hace atractivo sin ser necesario saber a ciencia cierta de qué trata la arquitectura.

Hoy, muchas décadas después, el cielo de la capital peruana es atravesado por el Westin, Las Begonias o el edificio del Banco Continental cada uno con mayor o menor cantidad de embalaje Furukawa. Ni las luces nocturnas de los tres, que van y vienen de arriba hacia abajo, ni las chaveteadas dorsales que le han hecho al Westin, ni la torneada de alfarero de Las Begonias que han hecho que termine como un desodorante Rexona, ni tampoco la simulación escultórica de teléfono celular con antena que tiene el edificio del BBVA hacen que parezcan un poco más interesantes de lo que son. Responden a su finalidad: ser un edificio de mundo. Ese es el motor y motivo de su simpleza e irrelevancia.

Pero no todo es tan lamentable en los edificios de altura de hoy. Hay uno que marca la excepción siendo irremediablemente un hito para la ciudad. Sirve como elemento urbano arquitectónico que divide dos etapas de la arquitectura en el Perú. Deja atrás el siglo XX y su concreto expuesto y da la bienvenida a edificios como los que hoy le acompañan, logrando consolidar la fuerza del primero y la fragilidad del segundo en un edificio que, hasta hoy, no tiene competencia en su campo: el edificio Interbank.

No es ni siquiera tan alto como sus vecinos ni sus predecesores, pero es imponente. Y es que, aunque la mediana altura sea un punto a favor para mayores búsquedas arquitectónicas e innovaciones, el edificio de Hollein presenta un trabajo formal, simbólico y contextual adicional, que sus similares —y los esfuerzos manhattanistas de sus autores— no poseen. No sabemos si es su volado (el único de tal contundencia en el Perú) que ofensivamente se abalanza sobre el cambio a desnivel de la Javier Prado, si es su frente curvo que se acomoda a la Vía Expresa, si es el bloque rojo de su escalera —que no es el típico y aburrido escape para incendios— o sus colores materializados lúgubres entre negro, gris y marrón, pero tiene claramente ganas de hacer arquitectura; una preocupación mayor que sus vecinos, a pesar de sus grandes alturas, no pueden opacar.

Hollein a inicios del siglo XXI ha conseguido lo que Seoane y Weberhofer en sus épocas con el Limatambo y el Petroperú respectivamente: ser un edificio de su tiempo y demostrar, además, una época de cambio. El edificio Limatambo cumplió con su finalidad en su momento y le ha dejado la posta, desde el 2001, al Interbank. En el mismo punto neurálgico de la capital peruana, hoy el de Hollein alimenta los imaginarios urbanos de los ciudadanos como lo hacía el de Seoane, haciendo que la arquitectura no se quede dentro de sus propias paredes.

Si hay un edificio de gran altura en lo que va del siglo XXI que en un futuro puede ser considerado patrimonio arquitectónico, ese es, por su relevancia urbano arquitectónica, el edificio Interbank. Esto se evidencia cuando, a pesar de los edificios que se le suman cada cierto tiempo, éste sigue siendo —de lejos— protagonista indiscutible.



Por Israel Romero Alamo




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