17 de abril de 2014

Fuera de Foco


Este artículo chileno resulta inquietante al trazarnos un supuesto paralelo con el Perú. La situación —más allá del incendio—  sería claramente estremecedora si nos centramos apenas en el rol del arquitecto.

El problema está por todos lados pero principalmente en las facultades de arquitectura.

Para que la arquitectura tenga un rol más social y menos angustiante cuando se tope con la realidad, las facultades tendrían que desbaratar esa inquebrantable, eterna y sobrevalorada columna vertebral llamada Talleres de Diseño. O cuando menos desmitificarla, bajarla de su nube y estrellarla contra la mugre del mundo real. Desarmarla y volverla a armar con cuestiones más útiles y cotidianas, desterrando experimentos espacio-formales que tienen sentido sólo si se defiende a la arquitectura con los ojos de ella misma. Dejar de lado los trabajos utópicos en inexistentes paraísos terrenales como escenarios explotadores de la creatividad. Ya está visto que en el Perú, cuando no se trabaja en el Jardín del Edén, se trabaja en celestiales terrenos playeros, campestres, amazónicos o irracionalmente en contextos imposibles e incluso otros planetas. Encima se le nutre con variables descabelladas como desmetaforizar la metáfora; conceptualizar y materializar lo inmaterial; o, peor aún —cuando el edificio ya es una cosa más o menos seria— volviéndolo una maquinita compositiva, estructural y espacialmente perfecta: lo tectónico y lo estereotómico en una patética relación pasional, una obra de arte —aunque algunos digan que no—. Todo esto y más en el Taller de Diseño bajo la justificación del sensacional  experimento por el que debe pasar sí o sí un arquitecto como cumplimiento de aquella lejana profecía de que él es y será siempre ese genio creador que debe esperar que todo lo demás se haga girando alrededor de su indiscutible inventiva.

Esta presencia estructural del Taller de Diseño con estas características sólo le hace bien a la arquitectura cuando quiere hablar de sí misma, pues la hace permanecer en su elitismo perpetuando la idea de que el arquitecto es un ser supremo y el único personaje capaz de diseñar bien un edificio.

Evidentemente eliminar esto sería atentar contra la sacra institución arquitectural pues esta no puede ver más allá de su rol de “diseñador” como eje primordial. En esta, con los Talleres de Diseño como baluarte, los jefes de talleres —típicos semidioses— suelen alimentar enardecidamente aquel chip del genio creador que ellos mismos admiran volcando en sus alumnos sus frustraciones proyectuales y resaltando una y otra vez la trasnochada idea del arquitecto artista.

El mítico ejemplo del genio creador es probable que sea más afín a otros tiempos y sobre todo a contextos distintos al nuestro. De repente sí funciona en una Europa plagada de artistas o en una Norteamérica que mira desde arriba al mundo. En la periferia del mundo, en el Perú, más que genios creadores se necesita gente capaz de establecer nexos entre las buenas ideas y las realidades difíciles, corruptas, desiguales y fragmentadas.

Sin embargo no es tan fácil, porque aunque algunas facultades últimamente se aproximen a matizar sus talleres de diseño con búsquedas sociales e inclusivas (que por ratos son medio caviaronas), la realidad post-facultad la embiste con otras lógicas. Es decir, suele pasar que al salir de las aulas universitarias, dichas preocupaciones se desvanecen cuando el proyectista tiene el derecho y deber de subsistir, cuando ve que aquel motivo proyectual de cinco años no resulta ser —como le contaron— el centro de todo el proceso productivo del objeto arquitectónico. Al salir, la preocupación social se convierte en un bonito recuerdo que se ve aplacado por gestiones, trabas burocráticas, procesos y toda esa parte fea que los libros de la buena arquitectura no contienen, pues son minimizados y entendidos como complementos tangenciales o situaciones secundarias, pero que en la vida real son el epicentro para que las buenas ideas tengan sentido, es decir: parte vital e irreemplazable de la arquitectura.

Es probable que, para cambiar esto, la arquitectura necesite una formación más convencional y similar a otras carreras menos “artísticas”, cuestionar ese perfil idílico del genio creador y volverlo menos proyectista-artista y más conocedor y dominador de los aspectos desagradables e impublicables de la arquitectura.

No obstante, no todos deben tener el perfil social de buen samaritano. La otra cara de la moneda es la de la anhelada perfección en donde sí hay semidioses —aunque sean pocos—  que tienen la posibilidad de trabajar en paraísos intocables con el universo entero bailando alrededor de sus ideas. Tampoco es que todos los arquitectos deban ser expertos burócratas y gestores descalzos porque se caería en el encasillamiento de pretender al arquitecto como ser todopoderoso. Lo que sí resulta importante es que el estudiante de arquitectura entienda que la arquitectura como arte pertenece a uno de mil arquitectos. Que el estudiante —sobre todo— reconozca desde las aulas universitarias la presencia de esa gama sistémica de variables que hacen posible la arquitectura, que advierta cada parte en su verdadera magnitud e importancia, para que, cuando salga, pueda atenerse a las consecuencias.


Por Israel Romero Alamo

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