Este
artículo chileno resulta inquietante al trazarnos un supuesto paralelo con el
Perú. La situación —más allá del incendio— sería claramente
estremecedora si nos centramos apenas en el rol del arquitecto.
El
problema está por todos lados pero principalmente en las facultades de
arquitectura.
Para
que la arquitectura tenga un rol más social y menos angustiante cuando se tope
con la realidad, las facultades tendrían que desbaratar esa inquebrantable,
eterna y sobrevalorada columna vertebral llamada Talleres de Diseño. O cuando
menos desmitificarla, bajarla de su nube y estrellarla contra la mugre del
mundo real. Desarmarla y volverla a armar con cuestiones más útiles y
cotidianas, desterrando experimentos espacio-formales
que tienen sentido sólo si se defiende a la arquitectura con los ojos de ella
misma. Dejar de lado los trabajos utópicos en inexistentes paraísos terrenales
como escenarios explotadores de la creatividad. Ya está visto que en el Perú, cuando
no se trabaja en el Jardín del Edén, se trabaja en celestiales terrenos
playeros, campestres, amazónicos o irracionalmente en contextos imposibles e incluso otros
planetas. Encima se le nutre con variables descabelladas como desmetaforizar la
metáfora; conceptualizar y materializar lo inmaterial; o, peor aún —cuando el
edificio ya es una cosa más o menos seria— volviéndolo una maquinita compositiva,
estructural y espacialmente perfecta: lo tectónico y lo estereotómico en una patética
relación pasional, una obra de arte —aunque algunos digan que no—. Todo esto y
más en el Taller de Diseño bajo la justificación del sensacional experimento por el que debe pasar sí o sí un
arquitecto como cumplimiento de aquella lejana profecía de que él es y será
siempre ese genio creador que debe esperar que todo lo demás se haga girando alrededor
de su indiscutible inventiva.
Esta
presencia estructural del Taller de Diseño con estas características sólo le
hace bien a la arquitectura cuando quiere hablar de sí misma, pues la hace permanecer
en su elitismo perpetuando la idea de que el arquitecto es un ser supremo y el único
personaje capaz de diseñar bien un
edificio.
Evidentemente
eliminar esto sería atentar contra la sacra institución arquitectural pues esta
no puede ver más allá de su rol de “diseñador” como eje primordial. En esta,
con los Talleres de Diseño como baluarte, los jefes de talleres —típicos semidioses—
suelen alimentar enardecidamente aquel chip del genio creador que ellos mismos admiran
volcando en sus alumnos sus frustraciones proyectuales y resaltando una y otra
vez la trasnochada idea del arquitecto artista.
El mítico
ejemplo del genio creador es probable que sea más afín a otros tiempos y sobre
todo a contextos distintos al nuestro. De repente sí funciona en una Europa plagada
de artistas o en una Norteamérica que mira desde arriba al mundo. En la
periferia del mundo, en el Perú, más que genios creadores se necesita gente capaz
de establecer nexos entre las buenas ideas y las realidades difíciles,
corruptas, desiguales y fragmentadas.
Sin
embargo no es tan fácil, porque aunque algunas facultades últimamente se
aproximen a matizar sus talleres de diseño con búsquedas sociales e inclusivas (que
por ratos son medio caviaronas), la realidad post-facultad la embiste con otras
lógicas. Es decir, suele pasar que al salir de las aulas universitarias, dichas
preocupaciones se desvanecen cuando el proyectista tiene el derecho y deber de
subsistir, cuando ve que aquel motivo proyectual de cinco años no resulta ser —como
le contaron— el centro de todo el proceso productivo del objeto arquitectónico.
Al salir, la preocupación social se convierte en un bonito recuerdo que se ve
aplacado por gestiones, trabas burocráticas, procesos y toda esa parte fea que
los libros de la buena arquitectura no contienen, pues son minimizados y entendidos
como complementos tangenciales o situaciones secundarias, pero que en la vida
real son el epicentro para que las buenas ideas tengan sentido, es decir: parte
vital e irreemplazable de la arquitectura.
Es probable que, para
cambiar esto, la arquitectura necesite una formación más
convencional y similar a otras carreras menos “artísticas”, cuestionar ese
perfil idílico del genio creador y volverlo menos proyectista-artista y más
conocedor y dominador de los aspectos desagradables e impublicables de la
arquitectura.
No
obstante, no todos deben tener el perfil social de buen samaritano. La otra
cara de la moneda es la de la anhelada perfección en donde sí hay semidioses —aunque
sean pocos— que tienen la posibilidad de
trabajar en paraísos intocables con el universo entero bailando alrededor de
sus ideas. Tampoco es que todos los arquitectos deban ser expertos burócratas y
gestores descalzos porque se caería en el encasillamiento de pretender al
arquitecto como ser todopoderoso. Lo que sí resulta importante es que el
estudiante de arquitectura entienda que la arquitectura como arte pertenece a
uno de mil arquitectos. Que el estudiante —sobre todo— reconozca desde las
aulas universitarias la presencia de esa gama sistémica de variables que hacen
posible la arquitectura, que advierta cada parte en su verdadera magnitud e
importancia, para que, cuando salga, pueda atenerse a las consecuencias.
Por Israel Romero Alamo
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