6 de diciembre de 2013

Dos editoriales



EDITORIAL LA CHIMENEA N° 07
El Espíritu del Siglo XXI

El fascinante bombardeo tecnológico es real y siempre nos sorprende. La comunicación instantánea y la automatización condicionan al ser del siglo 21. Esa eficiencia tecnológica totalizadora facilita la vida y la humanidad corresponde a ello. El hombre es un ser de su tiempo y vivir sin tecnología de altísima calidad, en el siglo 21, no es normal.

El sistema actual es nuestra forma de vida, la modernidad es nuestra ley. Se ha separado a los seres humanos por estratos, por ejemplo, según capacidades, conocimientos o riquezas. El capitalismo ha fragmentado a la civilización llevándola a ser como hoy es. Es la natural forma de vida de nuestra era y no sabemos qué hacer fuera de ella. Y tampoco queremos salir porque estamos cómodamente sentados en sillones de adormecedoras plumas. No obstante, tenemos en nuestra mente el chip que busca la dignificación del ser humano y la libertad plena. Eso es totalmente natural, es nuestra esencial manera de vivir, no podemos escapar del liberal pensamiento (aunque ya relativizado) moralista (pos) moderno. Pensar de otra forma no cabe en nuestro limitado y lógico razonamiento humano.

La plena libertad e igualdad (ideales de la lejanísima Revolución Francesa) y el inmediato acceso a todo han impulsado el salto a lo fácil y rápido. El complejo mundo posmoderno en el que vivimos así lo exige necesitando que las cosas sean rápidas y prácticas. Las cosas fáciles son rápidas y prácticas. La plena libertad estira a la libertad y luego la devalúa. La plena libertad da paso a la fragmentación pues se sustenta en el individualismo; el individualismo, la igualdad y la superficialidad son viejas chismosas que van de la mano. En el siglo 21 la superficialidad es el bien común. La superficialidad con lo fácil y lo rápido discurren como manteca y se acomodan perfectamente en la piel del ser humano contemporáneo. La plena libertad del pensamiento moderno del siglo pasado ha generado el libertinaje posmoderno, y esa es nuestra forma de vida, nuestra incesante e interesante (pos) modernidad. Vivimos otros tiempos, tiempos superficiales, de diversión. Para la arquitectura son tiempos en donde los edificios más importantes se pelean por atravesar nubes, por ser más altos que su predecesor, por experimentar con adolescencia que tan altamente tecnológicos pueden ser. Son tiempos donde el efecto Guggenheim (o Bilbao) abre la puerta a la imagen. La pura imagen es capaz de levantar radicalmente una ciudad, cualquiera que sea el motivo, cualquiera que sea el medio. Es innegable y nos parece natural, es nuestro tiempo y de él no podemos escapar. (Tampoco queremos).

La heterogeneidad es primordial e inherente a nosotros porque todos somos distintos, somos seres heterogéneos. La heterogeneidad y la libertad unidas son como un caballo salvaje sin jinete. Hay tanta libertad y tanta opinión para todo que todo está permitido. Es imposible negar esta posibilidad porque gracias a nuestra evolución, igualdad y libertad todos tenemos los mismos derechos a opinar, a crear, a innovar, a pensar. Todo vale, todo es relativo; y eso no está mal... ¿o sí?... La fragmentación genera autonomías insospechadas gracias a un cambio de roles: figura de fondo, forma de contenido, esencial de superficial. Es la modernidad del siglo 21 que no podemos dejar. Difícilmente podríamos desprendernos de la tecnología, esta es necesaria para sobrevivir de manera 'civilizada'. La estandarización e industrialización a la que se rendía fascinado Le Corbusier ya es parte del pasado, parte de lo normal. La tecnología ahora se ha convertido en un juego en donde lo más rápido y efectivo busca con natural desesperación recuperar instantáneamente su valiosísima inversión, una consecuencia de la racionalidad productivista capitalista; otra cosa inevitable que, desde luego, nuestra civilización individualista no puede dejar. Nuestros tiempos exigen desde ya hace mucho producir más y más. El siglo 21 produce más por un interés básicamente económico relegando la tan respetable esencia interior a un trámite protocolar y soso, tan aburrido que carece de piso en esta espectacular época de la imagen.

Las tecnologías también nos parecen normales porque siempre caminan y no quieren detenerse. Esas son las vanguardias de nuestro tiempo. La imagen en la tecnología es lo único emocionante, la tecnología por sí sola aburre. La imagen es la reina del siglo 21 y de la arquitectura también. Es la comparsa natural del entretenimiento, por ello el triunfo bilbaíno, por ello la presencia de las decenas de neo-vanguardias cortadas con tijeras venturianas que encuentran en la alta tecnología y la digitalización, el motorcito que da rienda suelta a sus totalmente válidos e híper-creativos instintos. Es inevitable no ser parte de ello porque es poco racional quedarse relegado en el tiempo, en el dibujo a mano, en el discurso extemporáneo buscando el valor intangible de las cosas y de la arquitectura, en el discurso súper conocido y en la refrita y robótica verborrea de las innumerables cuestiones arquitectónicas cuando estas son cosas ya descubiertas, resueltas y redescubiertas. No hay conejos en el sombrero, nada nuevo. El concepto y la idea en la arquitectura hoy son equivalentes a la otrora técnica: y la tecnología del siglo 21 hace que esto sea posible.

Es anacrónico y paradójico pensar todavía que con la arquitectura cambiaremos el mundo. Anacrónico porque la arquitectura no podrá quitarse de encima, por ejemplo, la trivialidad de ese juego infantilón por llegar al cielo, que demuestran ese afán de individualismo con la inconfundible fragmentación de argumentos teóricos y proyectuales que vierten en los estilos contemporáneos esa consistente dosis del espíritu superficial del arquitecto de este nuevo siglo, esclavos del sistema, de la modernidad. Es anacrónico pensar que la arquitectura puede cambiar el mundo porque el origen de esa idea moderna de tiempos pasados (en la que estamos todos todavía atrapados) fracasó con sendos tropiezos e, irónicamente, con sus propias armas.

La tecnología ha convertido al siglo 21 en una fosa común de inevitable evolución donde el ser humano se preocupa (con conciencia o no) por evolucionar más, y lo expresa en absurdas desigualdades donde sólo una élite es acreedora de “buena arquitectura” mientras que una inmensa porción de seres humanos son desdichados parias en cuestiones de espacio, función y demás muletillas arquitectónicas ¿Podrá acaso la arquitectura con eso? ¿Podrá con sus propios problemas? La arquitectura no tiene el sartén por el mango ¿Sirve tanto bla, bla, bla?
Es paradójico porque, no obstante, todos (de alguna manera) tenemos inmersos en las profundas cavidades límbicas de nuestro sufrido cerebro, el pensamiento perfeccionista y optimista en favor del ser humano y a la sociedad, pero solo es un automático tira y afloja. Es imposible sacárnoslo de la mente y del corazón porque –a estas alturas- es inherente a nuestro razonamiento humano. Lo creemos a tal punto de profesar que todavía tenemos la posibilidad de ser superhéroes capaces de aportar con nuestro granito de arena llamado arquitectura y vivir cegados y alborotados como novias el día de la boda, con ese optimismo casi ingenuo que muchas veces nos caracteriza.

Es algo muy normal y seguirá siendo así.

De pronto habría que, para ser coherentes con la realidad, restarle intensidad a la candidez cursi a la que ha terminado accediendo el ideal del arquitecto todopoderoso que se inventó hace un siglo. ¿Se podrá?... Empecemos por aceptar que no vamos a cambiar el mundo. Hay quienes creen que un arquitecto es un superhéroe. Los “problemas” de la arquitectura (y del mundo) nacen del ser humano, de la “civilización” y la arquitectura no puede con ellos, la arquitectura es parte de ellos. La búsqueda de la perfección iniciada por la razón moderna no tiene sentido ya, el ser humano no es perfecto. La arquitectura la hace el ser humano para el ser humano. El arquitecto no es un ser perfecto, el arquitecto no es un superhéroe, el arquitecto es un ser humano. La decadencia del ideal moderno así lo ha demostrado y el siglo 21 así lo ha confirmado.

La utopía del Humanismo europeo y su (sobre) valoración del hombre ya no tienen presencia en el escenario contemporáneo. La perfección en el ser humano no existe y en la arquitectura tampoco. La búsqueda de la perfección es un angustiante y encadenado hoyo sin libertad. La perfección no existe porque todo cambia, el ser humano cambia. La arquitectura cambia. Sin embargo el arquitecto cree todavía, de manera absurda, que su obra es perfecta al ser diseñada y que esta no debe ser ultrajada; como un pastel muy bonito que no debe ser devorado. Es imposible. Es imposible que los arquitectos acepten de buena manera el accionar post-habitacional del ser humano. El arquitecto tiene una idea errada de la arquitectura y de él.

La arquitectura en el siglo 21 modifica partes bastante reducidas del hombre, mas no ha demostrado todavía poder con los “problemas” de raíz. La arquitectura no cambia al ser humano y si lo hace, lo hace para mal. La arquitectura es un engranaje más que hace que el sistema sea como es. La arquitectura es capaz de mejorar el espacio habitable del ser humano mas no le cambia la vida, no le modifica el pensamiento. Cuando es buena y útil solo le relaja el cerebro para que esté bien mientras la use.

Empecemos por aceptar que los seres humanos son todos distintos y que la arquitectura también en esa correspondencia lo es. Aceptemos la heterogeneidad y la fragmentación no “entendiéndola” sino aceptando que cada fragmento es igual que valioso que nuestro fragmento. La arquitectura no tiene por qué ser toda una receta moderna y perfecta ni todo lo contrario. Por ejemplo, aceptemos que la arquitectura se ha convertido en una imagen. La imagen en la arquitectura genera alrededor de ella una suerte de feria de feligreses desquiciados, apostadores, opinólogos indignados, magdalenas y turistas tomadores de fotos. Lo intangible, el espacio, la función no práctica y demás son cosas exclusivas del académico, no son incumbencia del hombre del siglo 21. “El hombre es el que importa”.

La creación del más alto calibre, en el siglo 21, se basa en la imagen. Lo que mueve y motiva a la arquitectura en el siglo 21 (cuando no es un fin monetario) es la pura diversión, la imagen. Ese mismo malestar moderno por lo epidérmico de la arquitectura de “estilo”, en el siglo 21 regresó con muchísimas fuerzas y altísima tecnología. La imagen descarrila todo, hasta los fundamentos académicos sumamente elaborados que rocían a la imagen como desodorante para que no parezca tan insustancial, para que no apeste. La imagen, en el fondo, es la razón de ser de la arquitectura, un acto tabú que los académicos, en su deseo de permanecer inmaculados sin frivolidad, no aceptan como la actual ley capitalista que hace y deshace. Sin embargo, cuando alguien trastoca la “imagen” de la “arquitectura del arquitecto”, él sufre certeras convulsiones de indignación, ataques al corazón y derrames cerebrales. Los nuevos arquitectos del siglo 21 no deberían ir por ese camino. Al alumno de arquitectura hay que darle magistrales dosis de realidad actual y evitarle los posteriores derrames cerebrales. Ahora se le enseña cosas del siglo 20. La felicidad como motivo, eje, camino y final está desfasada en el tiempo. Para el que nació y se formó con el pensamiento optimista y revolucionariamente moderno de hace un siglo esto es, indudablemente, una fatalidad, un ataque al corazón. Para una persona del siglo 21 es lo más legítimo, es su tanque de oxígeno.

Tapar la realidad con un manto blanco lleno de felicidad es irresponsable. En el futuro los exclusivos humanos del siglo 21 desde las entrañas lo denunciarán. Entendamos la condición trivial del arte y también de la arquitectura del siglo 21 como el salto al futuro pues es el natural espíritu de nuestra época. Aceptemos la digitalización y que la arquitectura, gracias a ella, no volverá a ser la misma. Aceptemos y utilicemos el ineludible libertinaje cultural y académico, la contracultura. Comprendámonos críticamente como civilización contemporánea carente de juicio realmente crítico, no como una sub-especie poco desarrollada que todavía no evoluciona ya que es ella la que ya evolucionó y algunos de los tradicionalmente académicos son los que se han perdido aletargados en el tiempo. Aceptemos y aprovechemos la estética del siglo 21 y entendámosla más allá de lo que vemos, esa estética que ya no está ligada ni a la verdad ni a la bondad, sino a la imagen y a la apariencia pura. La imagen es el máximo valor contemporáneo, seamos legítimos con una época basada en el espectáculo, partamos de ahí al futuro y entendamos que nuestro racional pensamiento anhelante de occidentalidad no es el único, sólo es uno más.

Que lo que hemos aprendido solo es una parte, nunca ha sido ni será la verdad, es la verdad de nuestros maestros. Todos los pensamientos no tienen por qué llegar a un consenso pues son sumamente contrarios, que cada uno exista a su manera, con sus respectivos modos de vida, con sus criterios, con sus propias fortalezas. Que lo sólido, como diría Marx, no se desvanezca en el aire.

Vivamos nuestra época fascinados como hizo Le Corbusier en su tiempo, encandilado y optimista. No hay aún máquina del tiempo que nos haga negarla. No debemos rechazar nuestra realidad pues resulta contraproducente, poco útil, insuficiente y absurdo; la arquitectura no sólo está ligada al espacio sino también al tiempo. Aprovechemos la superficialidad y la fragmentación innata de nuestra civilización que de ella nacerá el devenir que aún no conocemos. Si entendemos estas características podremos vivir el futuro. No tenemos por qué menospreciar la superficialidad y la fragmentación, aprendamos de ellas para que lo que hagamos corresponda a la realidad. Para no trabajar en las nubes del paraíso de la perfección.

Los salomónicos argumentos proyectuales cuando son autónomos quedan perdidos en el tiempo y ahora sólo son un bonito barniz que convence a quienes se enredan en el ideal del siglo pasado. Ese ideal ingenuo y utópicamente positivo e irreal esperaría alguna solución “racional” y académicamente optimista a lo que naturalmente considera como negativo acontecimiento; pero este no debe ser el caso. Esta es otra época. Utilicemos el espíritu del siglo 21 como el argumento que exige la civilización contemporánea. Deberíamos insistir -como hace mucho tiempo atrás- que el hombre es la expresión de su tiempo y la arquitectura la voluntad de la época.
Por Israel Romero Alamo



 EDITORIAL LA CHIMENEA N° 08
Sobre la imagen y la Imagen de la imagen


En el anterior Editorial se hacia la persuasiva invocación a entregarnos desenfadada y desinhibidamente al cultivo de la imagen en la arquitectura. Esa invitación a celebrar el festín de la imagen en la arquitectura, me interpela. Tal como veremos, el inteligente razonamiento que sigue el texto y lleva a esa conclusión sólo es aparente, pues  ha partido de algunos equívocos y oculta un mensaje subyacente que es necesario cuestionar. 

La imagen
Que la forma arquitectónica sea una dualidad inseparable de materia e imagen es un hecho aceptado extendidamente, aunque tal como apreciamos en el indicado texto parece que ese hecho no sea muy fácil de asimilar. 

En plena era de las comunicaciones es más fácil entender que la materia de la que está constituido el objeto arquitectónico, emite una serie de señales que “comunican” un mensaje para cuya decodificación se han seguido variados métodos, todos ellos relativos, no absolutos. Se habla de significado y significante, del carácter denotativo y connotativo en todo proceso comunicativo. 

Yendo un poco más atrás podríamos citar la arquitectura parlante de Etienne Louis Boullé (1728-1799), paradigma del racionalismo revolucionario, que depositaba en la forma arquitectónica un enorme poder comunicador de los nuevos valores de la sociedad.  

Eso quiere decir que la invocación a entregarse a la imagen en la arquitectura no tiene nada de novedoso ni actual, así como tampoco tiene asidero atribuir a la arquitectura moderna un anacronismo por pretender cambiar el mundo. Llegar a esa conclusión es un maniqueísmo.

Conscientes del nivel comunicativo de la forma arquitectónica, el verdadero drama actual es ¿qué comunicar?

Es desde esta perspectiva que el radical  llamado de Peter Eisenman a autoreferenciar la forma arquitectónica, desligándola de toda ajena instrumentalización, adquiere sentido. Es decir, leyéndolo entre líneas podemos decir que, dado que ya no tenemos qué comunicar, reduzcamos al mínimo las referencias de la arquitectura, adiós función, estructura, material, contexto, etc. etc., quedémonos sólo con la forma misma, levitando en la nada.

La imagen de la imagen
Pero vayamos un poco más allá. En realidad, el citado texto nos muestra solo la imagen de su imagen. Lo que en verdad quiere decirnos es que la única alternativa (válida) que tenemos es entregarnos a un tipo de imagen: a aquella  que encarna y se alimenta de la evasión. Eso debido a que el hombre es como es, lleno de defectos y por eso las cosas que hace son así, tan condenables como inevitables y la arquitectura no tiene ningún poder ni de decisión y mucho menos de cambiar las cosas. Las preguntas surgen de inmediato: ¿Por qué la evasión sería mejor que la ilusión? ¿Por qué prohibir la ilusión? ¿Por qué canonizar la evasión?

Es bien cierto que estamos lejos de los días de la confianza en el (supuesto) hombre nuevo, bien pensante y actuante para el que la arquitectura moderna había surgido. Hoy somos conscientes  de las limitaciones del ser humano (¡humano, demasiado humano! diría Nietzche).

Entre el nihilismo y el escepticismo hay una sutil línea divisoria. El primero es descreído y pesimista, el segundo no sepulta al optimismo. Mientras en el primero se ejerce una (paradójica) convicción, en el segundo impera la duda e impone un riguroso y sistemático estado de alerta.

Pero hay otra posible interpretación  subyacente en el texto. ¿Podemos creer que en la lógica de la economía actual (lo que verdaderamente mueve al mundo), se admita que la arquitectura sea sólo imagen? Evidentemente no. La arquitectura de los malls,  la “más avanzada” expresión de los tiempos actuales, muestra locuaz de la arquitectura “de imagen” que incide enfáticamente en la imagen, una imagen que se considera consumible, y por eso renovable, dejando de lado la permanencia como valor trascendente de la arquitectura. Pero junto a esa aparente superficialidad del significante de la  arquitectura del mall, hay un significado extremadamente racional, cuya finalidad es provocar el consumo, todo está ubicado con extrema precisión, involucrando herramientas diversas y en la dosis justa, todo ello se sazona luego con imagen, con visual merchandising incluido.

Hace años ya César Pelli lamentaba el hecho que cada vez el diseño arquitectónico se estaba convirtiendo en un ejercicio de vestir, de empaquetar un edificio cuyo contenido era predeterminado por diversos e inevitables pies forzados.

Roberto Fernández habla más claro, explica lo que está ocurriendo con la arquitectura finisecular. Al hablar de las lógicas proyectuales y explicar el contexto que caracteriza el quehacer proyectual de esos años, subraya que el proyecto arquitectónico está cada vez más acompañado por otros proyectos: el ambiental, el paisajista, el visual, el de interiores, el de seguridad, el financiero, el constructivo, etc. etc. El arquitecto comparte responsabilidades cada vez más circunscritas  y especializadas, y de haber sido antes, coordinador del proyecto integral, ahora sólo es un especialista más, bajo las órdenes del Project manager.  Por eso habla del proyecto final, o del final del proyecto (diríamos nosotros). Según Fernández, estamos viviendo los estertores del proyecto arquitectónico. Eso está ocurriendo en los contextos más avanzados y comprometidos con la economía globalizada, es probablemente la tendencia que se va a hacer cada vez más una norma en las economías integradas al sistema.

Ese es el problema de fondo, no es bueno que lo simplifiquemos.
Por José Beingolea Del Carpio



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