EDITORIAL
LA CHIMENEA N° 07
El Espíritu del Siglo XXI
El fascinante
bombardeo tecnológico es real y siempre nos sorprende. La comunicación instantánea
y la automatización condicionan al ser del siglo 21. Esa eficiencia tecnológica
totalizadora facilita la vida y la humanidad corresponde a ello. El hombre es un
ser de su tiempo y vivir sin tecnología de altísima calidad, en el siglo 21, no
es normal.
El sistema actual es
nuestra forma de vida, la modernidad es nuestra ley. Se ha separado a los seres
humanos por estratos, por ejemplo, según capacidades, conocimientos o riquezas.
El capitalismo ha fragmentado a la civilización llevándola a ser como hoy es.
Es la natural forma de vida de nuestra era y no sabemos qué hacer fuera de
ella. Y tampoco queremos salir porque estamos cómodamente sentados en sillones
de adormecedoras plumas. No obstante, tenemos en nuestra mente el chip que
busca la dignificación del ser humano y la libertad plena. Eso es totalmente
natural, es nuestra esencial manera de vivir, no podemos escapar del liberal
pensamiento (aunque ya relativizado) moralista (pos) moderno. Pensar de otra
forma no cabe en nuestro limitado y lógico razonamiento humano.
La plena libertad e
igualdad (ideales de la lejanísima Revolución Francesa) y el inmediato acceso a
todo han impulsado el salto a lo fácil y rápido. El complejo mundo posmoderno
en el que vivimos así lo exige necesitando que las cosas sean rápidas y
prácticas. Las cosas fáciles son rápidas y prácticas. La plena libertad estira
a la libertad y luego la devalúa. La plena libertad da paso a la fragmentación
pues se sustenta en el individualismo; el individualismo, la igualdad y la
superficialidad son viejas chismosas que van de la mano. En el siglo 21 la superficialidad
es el bien común. La superficialidad con lo fácil y lo rápido discurren como manteca
y se acomodan perfectamente en la piel del ser humano contemporáneo. La plena libertad
del pensamiento moderno del siglo pasado ha generado el libertinaje posmoderno,
y esa es nuestra forma de vida, nuestra incesante e interesante (pos)
modernidad. Vivimos otros tiempos, tiempos superficiales, de diversión. Para la
arquitectura son tiempos en donde los edificios más importantes se pelean por
atravesar nubes, por ser más altos que su predecesor, por experimentar con
adolescencia que tan altamente tecnológicos pueden ser. Son tiempos donde el
efecto Guggenheim (o Bilbao) abre la puerta a la imagen. La pura imagen es
capaz de levantar radicalmente una ciudad, cualquiera que sea el motivo,
cualquiera que sea el medio. Es innegable y nos parece natural, es nuestro tiempo
y de él no podemos escapar. (Tampoco queremos).
La heterogeneidad es
primordial e inherente a nosotros porque todos somos distintos, somos seres
heterogéneos. La heterogeneidad y la libertad unidas son como un caballo
salvaje sin jinete. Hay tanta libertad y
tanta opinión para todo que todo está permitido. Es imposible negar esta
posibilidad porque gracias a nuestra evolución, igualdad y libertad todos
tenemos los mismos derechos a opinar, a crear, a innovar, a pensar. Todo vale,
todo es relativo; y eso no está mal... ¿o sí?... La
fragmentación genera autonomías insospechadas gracias a un cambio de roles:
figura de fondo, forma de contenido, esencial de superficial. Es la modernidad
del siglo 21 que no podemos dejar. Difícilmente podríamos desprendernos de la
tecnología, esta es necesaria para sobrevivir de manera 'civilizada'. La
estandarización e industrialización a la que se rendía fascinado Le Corbusier
ya es parte del pasado, parte de lo normal. La tecnología ahora se ha
convertido en un juego en donde lo más rápido y efectivo busca con natural
desesperación recuperar instantáneamente su valiosísima inversión, una
consecuencia de la racionalidad productivista capitalista; otra cosa inevitable
que, desde luego, nuestra civilización individualista no puede dejar. Nuestros
tiempos exigen desde ya hace mucho producir más y más. El siglo 21 produce más
por un interés básicamente económico relegando la tan respetable esencia
interior a un trámite protocolar y soso, tan aburrido que carece de piso en
esta espectacular época de la imagen.
Las tecnologías
también nos parecen normales porque siempre caminan y no quieren detenerse.
Esas son las vanguardias de nuestro tiempo. La imagen en la tecnología es lo
único emocionante, la tecnología por sí sola aburre. La imagen es la reina del
siglo 21 y de la arquitectura también. Es la comparsa natural del entretenimiento,
por ello el triunfo bilbaíno, por ello la presencia de las decenas de
neo-vanguardias cortadas con tijeras venturianas que encuentran en la alta tecnología
y la digitalización, el motorcito que da rienda suelta a sus totalmente válidos
e híper-creativos instintos. Es inevitable no ser parte de ello porque es poco
racional quedarse relegado en el tiempo, en el dibujo a mano, en el discurso
extemporáneo buscando el valor intangible de las cosas y de la arquitectura, en
el discurso súper conocido y en la refrita y robótica verborrea de las innumerables
cuestiones arquitectónicas cuando estas son cosas ya descubiertas, resueltas y
redescubiertas. No hay conejos en el sombrero, nada nuevo. El concepto y la
idea en la arquitectura hoy son equivalentes a la otrora técnica: y la
tecnología del siglo 21 hace que esto sea posible.
Es anacrónico y
paradójico pensar todavía que con la arquitectura cambiaremos el mundo.
Anacrónico porque la arquitectura no podrá quitarse de encima, por ejemplo, la
trivialidad de ese juego infantilón por llegar al cielo, que demuestran ese
afán de individualismo con la inconfundible fragmentación de argumentos teóricos
y proyectuales que vierten en los estilos contemporáneos esa consistente dosis
del espíritu superficial del arquitecto de este nuevo siglo, esclavos del sistema,
de la modernidad. Es anacrónico pensar que la arquitectura puede cambiar el
mundo porque el origen de esa idea moderna de tiempos pasados (en la que estamos
todos todavía atrapados) fracasó con sendos tropiezos e, irónicamente, con sus
propias armas.
La tecnología ha
convertido al siglo 21 en una fosa común de inevitable evolución donde el ser
humano se preocupa (con conciencia o no) por evolucionar más, y lo expresa en
absurdas desigualdades donde sólo una élite es acreedora de “buena arquitectura”
mientras que una inmensa porción de seres humanos son desdichados parias en
cuestiones de espacio, función y demás muletillas arquitectónicas ¿Podrá acaso
la arquitectura con eso? ¿Podrá con sus propios problemas? La arquitectura no
tiene el sartén por el mango ¿Sirve tanto bla, bla, bla?
Es paradójico porque,
no obstante, todos (de alguna manera) tenemos inmersos en las profundas
cavidades límbicas de nuestro sufrido cerebro, el pensamiento perfeccionista y
optimista en favor del ser humano y a la sociedad, pero solo es un automático
tira y afloja. Es imposible sacárnoslo de la mente y del corazón porque –a
estas alturas- es inherente a nuestro razonamiento humano. Lo creemos a tal punto
de profesar que todavía tenemos la posibilidad de ser superhéroes capaces de
aportar con nuestro granito de arena llamado arquitectura y vivir cegados y alborotados
como novias el día de la boda, con ese optimismo casi ingenuo que muchas veces
nos caracteriza.
Es algo muy normal y
seguirá siendo así.
De pronto habría que,
para ser coherentes con la realidad, restarle intensidad a la candidez cursi a
la que ha terminado accediendo el ideal del arquitecto todopoderoso que se inventó
hace un siglo. ¿Se podrá?... Empecemos por aceptar que no vamos a cambiar el
mundo. Hay quienes creen que un arquitecto es un superhéroe. Los “problemas” de
la arquitectura (y del mundo) nacen del ser humano, de la “civilización” y la
arquitectura no puede con ellos, la arquitectura es parte de ellos. La búsqueda
de la perfección iniciada por la razón moderna no tiene sentido ya, el ser
humano no es perfecto. La arquitectura la hace el ser humano para el ser humano.
El arquitecto no es un ser perfecto, el arquitecto no es un superhéroe, el arquitecto
es un ser humano. La decadencia del ideal moderno así lo ha demostrado y el
siglo 21 así lo ha confirmado.
La utopía del
Humanismo europeo y su (sobre) valoración del hombre ya no tienen presencia en
el escenario contemporáneo. La perfección en el ser humano no existe y en la
arquitectura tampoco. La búsqueda de la perfección es un angustiante y
encadenado hoyo sin libertad. La perfección no existe porque todo cambia, el ser
humano cambia. La arquitectura cambia. Sin embargo el arquitecto cree todavía,
de manera absurda, que su obra es perfecta al ser diseñada y que esta no debe
ser ultrajada; como un pastel muy bonito que no debe ser devorado. Es
imposible. Es imposible que los arquitectos acepten de buena manera el accionar
post-habitacional del ser humano. El arquitecto tiene una idea errada de la
arquitectura y de él.
La arquitectura en el
siglo 21 modifica partes bastante reducidas del hombre, mas no ha demostrado
todavía poder con los “problemas” de raíz. La arquitectura no cambia al ser
humano y si lo hace, lo hace para mal. La arquitectura es un engranaje más que
hace que el sistema sea como es. La arquitectura es capaz de mejorar el espacio
habitable del ser humano mas no le cambia la vida, no le modifica el
pensamiento. Cuando es buena y útil solo le relaja el cerebro para que esté
bien mientras la use.
Empecemos por aceptar
que los seres humanos son todos distintos y que la arquitectura también en esa
correspondencia lo es. Aceptemos la heterogeneidad y la fragmentación no
“entendiéndola” sino aceptando que cada fragmento es igual que valioso que
nuestro fragmento. La arquitectura no tiene por qué ser toda una receta moderna
y perfecta ni todo lo contrario. Por ejemplo, aceptemos que la arquitectura se
ha convertido en una imagen. La imagen en la arquitectura genera alrededor de
ella una suerte de feria de feligreses desquiciados, apostadores, opinólogos
indignados, magdalenas y turistas tomadores de fotos. Lo intangible, el
espacio, la función no práctica y demás son cosas exclusivas del académico, no
son incumbencia del hombre del siglo 21. “El hombre es el que importa”.
La creación del más
alto calibre, en el siglo 21, se basa en la imagen. Lo que mueve y motiva a la arquitectura
en el siglo 21 (cuando no es un fin monetario) es la pura diversión, la imagen.
Ese mismo malestar moderno por lo epidérmico de la arquitectura de “estilo”, en
el siglo 21 regresó con muchísimas fuerzas y altísima tecnología. La imagen
descarrila todo, hasta los fundamentos académicos sumamente elaborados que
rocían a la imagen como desodorante para que no parezca tan insustancial, para
que no apeste. La imagen, en el fondo, es la razón de ser de la arquitectura,
un acto tabú que los académicos, en su deseo de permanecer inmaculados sin
frivolidad, no aceptan como la actual ley capitalista que hace y deshace. Sin
embargo, cuando alguien trastoca la “imagen” de la “arquitectura del
arquitecto”, él sufre certeras convulsiones de indignación, ataques al corazón
y derrames cerebrales. Los nuevos arquitectos del siglo 21 no deberían ir por
ese camino. Al alumno de arquitectura hay que darle magistrales dosis de
realidad actual y evitarle los posteriores derrames cerebrales. Ahora se le
enseña cosas del siglo 20. La felicidad como motivo, eje, camino y final está
desfasada en el tiempo. Para el que nació y se formó con el pensamiento
optimista y revolucionariamente moderno de hace un siglo esto es,
indudablemente, una fatalidad, un ataque al corazón. Para una persona del siglo
21 es lo más legítimo, es su tanque de oxígeno.
Tapar la realidad con
un manto blanco lleno de felicidad es irresponsable. En el futuro los exclusivos
humanos del siglo 21 desde las entrañas lo denunciarán. Entendamos la condición
trivial del arte y también de la arquitectura del siglo 21 como el salto al
futuro pues es el natural espíritu de nuestra época. Aceptemos la digitalización
y que la arquitectura, gracias a ella, no volverá a ser la misma. Aceptemos y
utilicemos el ineludible libertinaje cultural y académico, la contracultura.
Comprendámonos críticamente como civilización contemporánea carente de juicio
realmente crítico, no como una sub-especie poco desarrollada que todavía no
evoluciona ya que es ella la que ya evolucionó y algunos de los tradicionalmente
académicos son los que se han perdido aletargados en el tiempo. Aceptemos y
aprovechemos la estética del siglo 21 y entendámosla más allá de lo que vemos,
esa estética que ya no está ligada ni a la verdad ni a la bondad, sino a la
imagen y a la apariencia pura. La imagen es el máximo valor contemporáneo,
seamos legítimos con una época basada en el espectáculo, partamos de ahí al
futuro y entendamos que nuestro racional pensamiento anhelante de
occidentalidad no es el único, sólo es uno más.
Que lo que hemos
aprendido solo es una parte, nunca ha sido ni será la verdad, es la verdad de
nuestros maestros. Todos los pensamientos no tienen por qué llegar a un
consenso pues son sumamente contrarios, que cada uno exista a su manera, con
sus respectivos modos de vida, con sus criterios, con sus propias fortalezas.
Que lo sólido, como diría Marx, no se desvanezca en el aire.
Vivamos nuestra época
fascinados como hizo Le Corbusier en su tiempo, encandilado y optimista. No hay
aún máquina del tiempo que nos haga negarla. No debemos rechazar nuestra
realidad pues resulta contraproducente, poco útil, insuficiente y absurdo; la
arquitectura no sólo está ligada al espacio sino también al tiempo.
Aprovechemos la superficialidad y la fragmentación innata de nuestra
civilización que de ella nacerá el devenir que aún no conocemos. Si entendemos
estas características podremos vivir el futuro. No tenemos por qué menospreciar
la superficialidad y la fragmentación, aprendamos de ellas para que lo que
hagamos corresponda a la realidad. Para no trabajar en las nubes del paraíso de
la perfección.
Los salomónicos
argumentos proyectuales cuando son autónomos quedan perdidos en el tiempo y
ahora sólo son un bonito barniz que convence a quienes se enredan en el ideal
del siglo pasado. Ese ideal ingenuo y utópicamente positivo e irreal esperaría
alguna solución “racional” y académicamente optimista a lo que naturalmente
considera como negativo acontecimiento; pero este no debe ser el caso. Esta es
otra época. Utilicemos el espíritu del siglo 21 como el argumento que exige la civilización
contemporánea. Deberíamos insistir -como hace mucho tiempo atrás- que el hombre
es la expresión de su tiempo y la arquitectura la voluntad de la época.
Por Israel Romero Alamo
EDITORIAL
LA CHIMENEA N° 08
Sobre la imagen y la Imagen de la imagen
En el anterior Editorial se hacia la
persuasiva invocación a entregarnos desenfadada y desinhibidamente al cultivo
de la imagen en la arquitectura. Esa invitación a celebrar el festín de la
imagen en la arquitectura, me interpela. Tal como veremos, el inteligente
razonamiento que sigue el texto y lleva a esa conclusión sólo es aparente,
pues ha partido de algunos equívocos y
oculta un mensaje subyacente que es necesario cuestionar.
La imagen
Que la forma arquitectónica sea una
dualidad inseparable de materia e imagen es un hecho aceptado extendidamente,
aunque tal como apreciamos en el indicado texto parece que ese hecho no sea muy
fácil de asimilar.
En plena era de las comunicaciones es
más fácil entender que la materia de la que está constituido el objeto
arquitectónico, emite una serie de señales que “comunican” un mensaje para cuya
decodificación se han seguido variados métodos, todos ellos relativos, no
absolutos. Se habla de significado y significante, del carácter denotativo y
connotativo en todo proceso comunicativo.
Yendo un poco más atrás podríamos citar
la arquitectura parlante de Etienne
Louis Boullé (1728-1799), paradigma del racionalismo revolucionario, que
depositaba en la forma arquitectónica un enorme poder comunicador de los nuevos
valores de la sociedad.
Eso quiere decir que la invocación a
entregarse a la imagen en la arquitectura no tiene nada de novedoso ni actual, así
como tampoco tiene asidero atribuir a la arquitectura moderna un anacronismo
por pretender cambiar el mundo. Llegar a esa conclusión es un maniqueísmo.
Conscientes del nivel comunicativo de la
forma arquitectónica, el verdadero drama actual es ¿qué comunicar?
Es desde esta perspectiva que el
radical llamado de Peter Eisenman a autoreferenciar
la forma arquitectónica, desligándola de toda ajena instrumentalización,
adquiere sentido. Es decir, leyéndolo entre líneas podemos decir que, dado que
ya no tenemos qué comunicar, reduzcamos al mínimo las referencias de la
arquitectura, adiós función, estructura, material, contexto, etc. etc.,
quedémonos sólo con la forma misma, levitando en la nada.
La imagen de la imagen
Pero vayamos un poco más allá. En
realidad, el citado texto nos muestra solo la imagen de su imagen. Lo que en
verdad quiere decirnos es que la única alternativa (válida) que tenemos es
entregarnos a un tipo de imagen: a aquella que encarna y se alimenta de la evasión. Eso
debido a que el hombre es como es, lleno de defectos y por eso las cosas que
hace son así, tan condenables como inevitables y la arquitectura no tiene
ningún poder ni de decisión y mucho menos de cambiar las cosas. Las preguntas
surgen de inmediato: ¿Por qué la evasión sería mejor que la ilusión? ¿Por qué
prohibir la ilusión? ¿Por qué canonizar la evasión?
Es bien cierto que estamos lejos de los
días de la confianza en el (supuesto) hombre nuevo, bien pensante y actuante
para el que la arquitectura moderna había surgido. Hoy somos conscientes de las limitaciones del ser humano (¡humano,
demasiado humano! diría Nietzche).
Entre el nihilismo y el escepticismo hay
una sutil línea divisoria. El primero es descreído y pesimista, el segundo no
sepulta al optimismo. Mientras en el primero se ejerce una (paradójica)
convicción, en el segundo impera la duda e impone un riguroso y sistemático
estado de alerta.
Pero hay otra posible interpretación subyacente en el texto. ¿Podemos creer que en
la lógica de la economía actual (lo que verdaderamente mueve al mundo), se
admita que la arquitectura sea sólo imagen? Evidentemente no. La arquitectura
de los malls, la “más avanzada” expresión de los tiempos
actuales, muestra locuaz de la arquitectura “de imagen” que incide
enfáticamente en la imagen, una imagen que se considera consumible, y por eso
renovable, dejando de lado la permanencia como valor trascendente de la
arquitectura. Pero junto a esa aparente superficialidad del significante de la arquitectura del mall, hay un significado extremadamente racional, cuya finalidad es
provocar el consumo, todo está ubicado con extrema precisión, involucrando
herramientas diversas y en la dosis justa, todo ello se sazona luego con
imagen, con visual merchandising
incluido.
Hace años ya César Pelli lamentaba el
hecho que cada vez el diseño arquitectónico se estaba convirtiendo en un
ejercicio de vestir, de empaquetar un edificio cuyo contenido era predeterminado
por diversos e inevitables pies forzados.
Roberto Fernández habla más claro,
explica lo que está ocurriendo con la arquitectura finisecular. Al hablar de
las lógicas proyectuales y explicar el contexto que caracteriza el quehacer
proyectual de esos años, subraya que el proyecto arquitectónico está cada vez
más acompañado por otros proyectos: el ambiental, el paisajista, el visual, el
de interiores, el de seguridad, el financiero, el constructivo, etc. etc. El
arquitecto comparte responsabilidades cada vez más circunscritas y especializadas, y de haber sido antes, coordinador
del proyecto integral, ahora sólo es un especialista más, bajo las órdenes del Project manager. Por eso habla del proyecto final, o del final del proyecto (diríamos nosotros). Según
Fernández, estamos viviendo los estertores del proyecto arquitectónico. Eso
está ocurriendo en los contextos más avanzados y comprometidos con la economía
globalizada, es probablemente la tendencia que se va a hacer cada vez más una
norma en las economías integradas al sistema.
Por José Beingolea Del Carpio
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