14 de agosto de 2014

¿Qué nos queda de crítica?

Por Israel Romero Alamo


Lo que hoy llamamos ‘crítica de arquitectura’, resulta ser un nostálgico término del que se expide su defunción echándole la culpa a terceros. Sí, nunca a los fortines universitarios que son los que vienen resguardando y aislando su existencia.

Para hacer ‘crítica de arquitectura’, hay que saber algo de algo. Ese ‘algo’ se llama teoría, pero no es cualquier teoría. La teoría útil para la crítica, lamentablemente, casi siempre está en posesión de algunos fortines universitarios: los más fortificados. Estos fortines son, aunque dispersos, los que tienen la suficiente capacidad como para concentrar a los potenciales teóricos y críticos del país; porque ciertamente pueden hacerlo, y es para lo que dicen haber sido creados.

Con el fin de intensificar el prestigio de su cuadrilla académica, pero para desgracia de la arquitectura, concentran también en sus filas a quienes hacen hoy la arquitectura-objeto más representativa. Juegan a ser jueces y parte. Y además, para mayor desgracia de la arquitectura, cada fortín se defiende uno al otro… O mejor dicho, no se hacen ‘daño’, no consideran la fricción como un método de cambio que pudiera resultar positivo. No se emiten cuestionamientos mutuos como si todo lo que hicieran fuese incuestionable. No son capaces de ejercer la crítica frente a sus colegas, huelen a miedo y se visten de complicidad. Son como buenos ‘primos lejanos’, guardan la distancia suficiente y se niegan a mancillar el poco claro lazo que les une. Saben que vale tanto cuestionarse, como defenderse o como evitar la fatiga de hacer alguna de las anteriores.

Claro, ¿por qué no evitar la fatiga? ¿Qué sentido tiene cuestionar al del fortín del costado si en el fondo todos son guiados por los mismos núcleos? No hay ningún sentido. Esos núcleos están plagados de vejestorios, de gente con saco y corbata, respetables, muy ‘académicos’, expertos en citar palabras agraciadas en favor de la arquitectura y de su hermandad universitaria. Y así, bajo un cuento de fina ‘teoría’, combinada con populismo arquitectónico, logran convencer a sus aprendices de continuar cuidando la iniciativa proselitista del ayer y de hoy. Son como una nueva cofradía académica de hermanastros que se va gestando, para formar una asociación intergeneracional de guardaespaldas.

¿Qué es la crítica para ellos? Parece que es permanecer intactos, mirándose y guiñándose dentro de sus prestigiosos clanes universitarios como protectores de la alta cultura de la que sienten orgullo. Para no perder la perfecta imagen de excelentes portadores de la buena arquitectura que han construido alrededor de sí, declaran que la crítica es útil y necesaria; pero en el fondo no les interesa. Cuando la ven venir y les embiste, la desacreditan acusando al emisor de tener problemas personales o sociales, o algo parecido. Tanta teoría que concentran acerca del tema ha sido dejada en la garita de control de las puertas de sus universidades. Dentro de ellas se les surte de armas que son de juguete y que se activan ferozmente frente a lo externo, al Estado, al ‘mal gusto’, o cosas así, ‘negativas’ de por sí. Automatismo puro. Es el motivo ideal para hacerla de crítico, como si eso fuese una hidalguía. Como si lo que dijeran en esa situación no lo pudiera repetir una y otra vez, hasta el cansancio, cualquier persona con un mínimo de convencionalismo ‘políticamente correcto’. Una puesta en escena que no se ve mal. Lo raro es que frente a su familia académica no pueden hacer lo mismo, no son capaces porque el temor de trastocar su valiosa ‘amistad’ es mucho mayor. Hay que empujar el carro, dicen… Me pregunto, ¿cuál carro?

Actúan como títeres y titiriteros que critican con lengua de cristal y mano de pétalo de rosa a sus hermanastros —si es que lo hacen—. Y para su defensa hay que decir que no hay de otra, hay que hacerlo así porque cuestionar a los hermanos políticos es hacerlo también a los padres postizos, y hacérselo a ellos es perder absurdamente el pan de la boca…

¿Qué nos queda de crítica? Panfletos en alta calidad y de difusión secular, donde los hermanastros y primos lejanos se entremezclan y defienden lo que aprendieron de las leyendas universitarias, ‘empujando el carro’, porque eso es 'lo que deben hacer'. Por acto de magia todos saben qué es lo que deben decir. Se manifiestan como miembros activos del clan y bombarderos de esa retórica viciosa que convence desde los más emocionados hermanastros en formación hasta los más despistados profesionales. Tanto así que sumergen en este melodrama incluso a quienes conocen lo suficiente pero que —otra vez—, para desgracia de la arquitectura, ponen por encima de su razonamiento y coherencia mental a la pasión por la propia arquitectura. Luchan por esta, como en un cuento de hadas: por un amor prometido en un libreto mental, tan autista como psicosocial.

¿Qué nos queda ahora de crítica?


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