Por Israel Romero Alamo
1.
Puede
merecer alguna revisión decir que ese famoso ‘cubo blanco’ desértico es el último y
vigente impulso arquitectónico ‘nacional’.
No es
que ya no existan grupos humanos que en sus intereses de intentarse griegos
mirando el Mediterráneo dejen de diseñar o promover las conocidas casas de
playas del sur de Lima. El fruto arquitectónico de la pacificación y la
estabilidad de hace unos lustros, probablemente, tenga para rato. Sucede, sin
embargo, que ese hecho ya no tiene mayor representatividad para los arquitectos
o para quienes consumen arquitectura con algún respaldo teórico con dos dedos
de frente.
El
cubo blanco en el desierto alcanzó su pico más alto con la casa Santillana de
Enrique Ciriani; casa que se hizo acreedora –allá, por el 2000– al máximo
premio de arquitectura que puede dar este país. Un pequeño espaldarazo para dar
rienda suelta a un sinigual festival playero.
Esto
daría pie a que un buen número de arquitectos (básicamente limeños) opten por
hacer lo propio. Cada casa mejor que la otra; hasta que Javier Artadi popularizara
el nombre y lo convirtiera en marca: “el cubo en el desierto”. Es probable que
nunca en toda la historia del Perú haya existido tanta casa de playa convertida
y publicada como ‘arquitectura’, y autodenominada con absurda pretensión ‘arquitectura
peruana’ como ha sucedido en los últimos quince años.
Pero
como parte de nuestra intermitente historia, esto debía ceder en algún momento.
Su comportamiento sería el de un neocolonial más, de un neoperuano más, de un
mo-vi-mien-to mo-der-no más… y ahora de un neomoderno que se vaciaría en playas;
donde su vida ‘nadie’ vería. Un retorcijón en las entrañas que necesitaba
emerger para que el ciclo de renovaciones conceptuales continúe su rumbo.
Cuando
los arquitectos empezaron a sazonar sus creaciones con “conceptos” salidos de
una caja de pandora, citando a topografías y climas, la arquitectura peruana se
volvió tragicómica. Un poco más. ¿Qué necesidad habrá invadido sus espíritus
deseosos de retórica exótica? Nada más poco perspicaz que arraigarse a alguna
cuestión esotérica que en el mundo respalde la imagen del Perú como cuna de
seres ancestrales, estudiables, más antropomorfos que humanos, de plumas y
taparrabo.
Se le
otorgó facultades geográficas casi espectaculares a un objeto que no había sido
ni ‘inventado’ ni mejormente desarrollado en el que aseguraban sus embajadores.
La arquitectura peruana-limeña se volvió netamente desértica para encontrarse, por
mayoría de votos, en una mescolanza ritual con la arquitectura de moda: la
mínima, la abstracta, la de fetiches resurrecciones modernas.
Incluso
en el ‘campo’. El cubo sería el mismo pero revolcado en tierra (o concreto) para
decidirse por ‘el material peruano’ y así impulsar su reconocimiento
internacional. La historia sería la misma que la del cubo blanco, a pesar que
sus autores nieguen el minimalismo gratuito y, para corroborarlo, decidan catar adornitos y texturas por
doquier. El fondo sería el mismo, y la mesa la comparten todavía. En su
mundo socialmente cercado se regodearían sin percatarse de estar estigmatizando al Perú como tierra mágica y cantera de cuentos.
La fiesta estaba armada entre arquitectos y sus publicistas llamados teórico-críticos.
Encantaron personas ingenuas y sorprendibles; a tal punto que inevitable se
volvería hablar y respaldar el tema como la versión arquitectónica de la Marca Perú. Peter Sloterdijk diría que "se descubrieron rastros
míticos, sueños de dominación de la naturaleza de cuño racional-mágico como
fantasía de omnipotencia" (2014, p.151). Se vestiría de intelectualidad,
pero esa arrogancia tendría patas cortas.
Es así
como la ficción se desinflaría. El desvanecimiento actual de su fuerza en
entornos pensantes –o más críticos– se debe a que su discurso (ya) no convence,
ni conmueve. Desaparecería esa cuestión interesante de peruanizar los edificios
(o mejor dicho, las casas) aliándolas a lugares y a esas ‘cosas universales e
inamovibles’ que serían las tierras y demás cosas de la naturaleza que no
pueden hablar para defenderse.
Fue
cuando la relación de su abstracción fue bien entendida como un pretexto. El
cubo blanco era tan abstracto que en la luna, en un bosque o debajo del mar podía
verse bien. ¿Alguien pudo creer el disparate de que la abstracción respondía al
desierto peruano, sin cuestionarlo? De la misma manera, ¿alguien pudo creer que
lo Inca podría reinventarse ahora? ¿Qué diferencia ello del neoinca de inicios
del siglo XX? ¿Unas cucharadas más de abstracción? Qué ganas tienen algunos de
morderse la cola.
Esa apología
del sin sentido es lo que ha hecho que poco más de una década sea suficiente existencia
en un contexto donde el tuerto suele ser rey. No se puede negar que innecesaria exaltación en el Perú tuvo la delegación nacional en la Bienal de Venecia del 2012 con la muestra fuera de lugar llamada “Yucún o Habitar el Desierto”. Sin ser explícitos, el grupo “representante del Perú”
decía que el desierto y su cubitis aguda eran, pues, la máxima expresión de
peruanidad que la arquitectura del Perú podía contener. Esa participación, planeada y difundida con bombos y platillos, marcó el fin del cubo (blanco) en el desierto.
2.
La
arquitectura de casas temporales hoy parece tomar otras referencias. No es que
esto se haya inventado ahora o que antes no haya existido; sucede que hoy se
establece como bloque más o menos claro. Ha dejado esa esencia actoral y se ha
convertido en cosas menos claras. En ‘nada’, casi. En nada llamativo. Ha optado
por una aparente indefinición. La casa temporal, eso que históricamente ha sido el objeto que decide ‘la arquitectura’ del país, pareciera haber buscado un
camino lejos de chauvinismos o conceptos rebuscados asaz conocidos.
Hay
casas que intentan no caer en la solución exótico-genérica sino buscar una
relación más encausada en otras cuestiones. Estas, si bien contienen
condimentos comunes, deciden prescindir de ellos como alarma chillona que ubique
sus obras en alguna repisa internacional. Reducen esa carga conceptual por algo
sin un discurso complicado. Por algo sin un discurso, incluso.
Casa Chontay (Marina Vella) 2014 - Fuente: Archdaily |
A las
afueras de Lima se ubica una vivienda que contrasta su casi mínima área
edificada con el área de la parcela en la que se ubica. Es la casa Chontay de
Marina Vella. Esta casa, conceptualmente, recurre a muy poco. Y si lo hace, no
lo dice. Esto no es menos importante. Se acopla al sitio sin presión de la
‘gran idea’ del arquitecto. Encuentra como aspectos importantes al clima y a
los materiales del sitio, pero estos no se enraízan en un catálogo de
merchandising peruanista. Aparentemente solo busca cumplir con su papel de casa.
La casa Chontay replica el trabajo en adobe y piedra, y se ve ‘normal’. No
pretende sorprender, como la casa Pachacamac de Luis Longhi, por ejemplo, a
pesar de que van por el mismo camino. Eso hace que la casa Chontay (también) se
vea bien en su sitio. Lo que sostiene su indeterminación es que no necesita más;
como si no hubiera asistido al buffet de discursos. Podría haberse descarriado en
cuentos re-invencionistas de años antes, porque de alguna manera el producto final lo vale y permite... pero no participa del juego.
Sucede
lo mismo con la casa de Rafael Freyre en Azpitia. Es una casa de campo que
evita alguna relación con algún sustento estilístico. No lo busca, ni lo
intenta. Aunque las tiene en cuenta, evita, por ejemplo, la insistencia de las
aberturas ‘racionales’ y ‘neo-modernas’ que ninguneaban a la ventana. Las
ventanas son ventanas. Los muros son muros: ya no levitan ni quieren ‘vencer la
gravedad’ como dictaba el manual de los arquitectos que querían demostrar un
grado de ‘sofisticación’ mayor. Se aterraza y aproxima con vegetación como en
una casa de esas que toda familia idílica quiere tener. La casa es una casa. El
ladrillo es ladrillo, pero no es un ladrillo presuntuoso de esos que quieren
rendirse a la ‘materialidad’ para insertarle al producto una leyenda fabulosa.
Existe el convencimiento de algo, pero la vivienda no da cuenta de qué, y está bien, porque consigue no encasillarse.
Podemos ver algo parecido frente al mar. La casa proyectada por Yupana en Playa del Carmen (Chincha Alta) toca
los cimientos de esa pretensión peruana-moderna de la materialidad per se a cargo de la abstracción;
regresa al arquetipo de vivienda sin prejuicio.
Yupana
opta por una fusión extraña. Anuncia el paralelepípedo y lo complementa con un
lenguaje de objeto frente al mar; una embarcación, casi. Luego –o a la vez– es
armado con cosas del sitio. Al final ofrece un resultado particular donde el
‘cubo blanco’ admite un (bastante grande) techo rústico a dos aguas. Es un cubo
blanco pero con sombrero ajeno. Utiliza esa corona que los arquitectos
suelen repeler por su apariencia ‘campesina’ y premoderna. La casa de Yupana lo
utiliza para contextualizarse y el resultado trasciende la propia obra y su
coyuntura. Para nuestra realidad, parece abrir un nuevo momento en el que la
geometría opta por mirar el material, el simbolismo y el lugar de manera clara
y literal. Deja de lado aquellos intentos abstraccionistas de otros lados y
momentos, y también aquellos productos de trasfondos alucinógenos; hechos que
años antes se autodenominaban el emblema nacional de turno. Y que,
efectivamente, por cuestiones casi esquizoides, lo eran.
Casa en Azpitia (Rafael Freyre) 2014 - Fuente: DomusWeb |
Casa en Playa del Carmen (Yupana Arquitectos) 2014 - Fuente: Archdaily |
3.
No
obstante, esta arquitectura ‘desprovista de discursos’ no está libre del
estigma del cubo blanco: de su construcción como categoría histórica que
corresponde a una realidad determinada y determinante (Perniola, 1981). Estas casas también forman parte de todo
el aglomerado neoliberal de los últimos años, del mismo de donde brota el boom inmobiliario, por ejemplo. En
definitiva, hoy, la numerosa presencia de viviendas temporales (en campo y en
playa) es producto de esta situación ‘placentera’ temporal del Perú que a algunos distrae y evita introducirse en problemas de fondo. Sus
características físicas, sociales y económicas, que saltan a la vista –más allá
de las ideas que gestaron el edificio–, así lo anuncian. Es ahí donde
también se ubican a pesar de haber asumido una postura arquitectónica
alejada a la de años antes. La diferencia, en el fondo, es únicamente el nuevo
lenguaje arquitectónico que ostentan.
A
pesar de absorber nuevas situaciones, se ubican en una posición en la que
corren el riesgo de convertirse, de pronto, en una manifestación estilística
del calibre del ‘cubo (blanco) en el desierto’. No es novedad que el alejarse
de todas las cosas que representan al poder establecido, o a la moda, o a
cualquier cosa que vaya en contra de los principios humano-urbano-sociales de
los arquitectos, es parte del comportamiento natural. Esta arquitectura, visualmente, si queremos
hablar de ‘cómo debería ser hoy un edificio’, concreta eso: afinidad por lo contextual/natural y alejamiento del bello objeto aislado.
Por
eso –porque su presencia aquí y hoy no es casualidad– este lenguaje arquitectónico
encarna ese deseo bucólico fundamental que tiene todo arquitecto-proyectista (de vivienda)
con intenciones mesiánicas y/o justicieras. Y eso es lo que, otra vez y con más
fuerza, dicta hoy el rumbo de nuestra arquitectura. Hay que ver alrededor. Los discursos. Ver hacia dónde intenta dirigirse la arquitectura que viene con reflectores incorporados. Solo hay que esperar que
se vuelva 'oficial'.
Referencias:
Sloterdijk, P. (2014 [1°Ed:
1983]) Crítica de la Razón Cínica. Madrid: E.S.
Perniola, M. (1981) El arte como categoría histórica. En Hueso Húmero Nº11. Lima: Mosca Azul.
Perniola, M. (1981) El arte como categoría histórica. En Hueso Húmero Nº11. Lima: Mosca Azul.
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