Por Israel Romero Alamo
Tenían que venir otros a contarnos que hay muros que dividen ‘ricos’ de ‘pobres’, para que la cosa se haga popular. Tenían que sacar a la luz nuestro egoísmo y segregación para que algunos se escandalicen y varios más se conviertan en inconsolables magdalenas. “Qué fatalidad. Los muros dividen, apartan”. “No permiten vivir en unidad, como debería ser”. “¡Qué poco civilizados somos!". "Qué mal, pobrecitos los repudiados”.
La cosa tenía que ponerse mediática para que tenga algo
(más) de atención. Para que algunos vayan y revistan el muro, aunque no
consigan absolutamente nada. En serio, nada. Sólo sí –quizás– echar en sus arcas
un poco más de progresismo limpiador de almas y de sonriente resignación
cristiana. ¿Tendrán idea de lo que es vivir así, detrás de un muro de esa calaña? No. Por eso
creen que unas cuantas manos de visitas caritativas son necesarias o suficientes. El muro,
ideología materializada, es mucho más fuerte que cualquier emocional activismo,
y por eso las visitas de ese tipo consiguen siempre nada. Únicamente amplían su historial como moscas abalanzándose a la suciedad de los pobres para montar su fugaz puesta en escena.
¿Qué se conseguirá, pues, maquillando ese muro que varios endemonian? Si tan malo es, si tan revolucionarios son, si tanto lo
odian, ¿por qué no se lo tiran?... ¿de qué sirven sus caricias colorinches?
No sólo es eso. Y es que cuando la cosa es genérica y reúne
grupos humanos sin nombres directos, la protesta es sumamente sencilla. Es
fácil espantarse e indignarse. Protestar. Y para ese tipo de protestas, los
arquitectos son expertos.
Pero son muecas que se desvanecen muy pronto. No se engañen. Ese muro (como toda su maquinaria pseudocontestataria) quedará allí. Y la atención al objeto y su performance redentor no pasarán de ser mediáticos por unos cuantos días. Quedarán ahí, en un reportaje de Cuarto Poder o en una publicación de Útero.pe, pues ese problema, que de tanto en tanto alarma a no pocos, es más grande que ese infeliz murito.
Pero son muecas que se desvanecen muy pronto. No se engañen. Ese muro (como toda su maquinaria pseudocontestataria) quedará allí. Y la atención al objeto y su performance redentor no pasarán de ser mediáticos por unos cuantos días. Quedarán ahí, en un reportaje de Cuarto Poder o en una publicación de Útero.pe, pues ese problema, que de tanto en tanto alarma a no pocos, es más grande que ese infeliz murito.
Es curiosa la caricatura de Carlín. Sobre todo porque, –de repente– sin querer, grafica con exactitud la arquitectura peruana y muestra su cara más visceral. A la derecha del muro expone eso que sí es ‘arquitectura’ y a la izquierda, lo que naturalmente no ‘merece’ recibir ese rótulo.
No hay que ser muy inteligente para notar que mucha de esa
arquitectura, que caricaturiza tangencialmente Carlín (la publicada
en revistas y páginas web como grandes logros de grandes proyectistas), es la exaltada hace muchas décadas atrás, y termina haciendo también lo que en las últimas planas hace el famoso ‘muro de la vergüenza’, pero a
menor escala. Es lo mismo, sólo que en este caso no está involucrado ‘un grupo de gente’,
sino personas con nombre y apellido. ¿O es que la escala hace la diferencia?
Como toda cosa mediática, esto no viene solo. Jorge Sánchez
(de Nómena) publica una columna en Publimetro acerca de la “Arquitectura del
miedo”, en la que resalta precisamente esta problemática pero en esa escala
menor a la del ‘muro de la vergüenza’. Su reflexión crítica, además de incluir edificios anónimos y comunes y corrientes, puede encontrar fidelidad en varias de
las edificaciones de renombrados arquitectos o en la arquitectura que varias oficinas
(entre ellas las de la ‘Asociación Peruana de Estudios de Arquitectura’, a la
cual Nómena pertenece) suelen hacer y muchas de las que el Colegio de
Arquitectos del Perú premia cada dos años.
¿Por qué, estimados arquitectos y público activista amante
de la igualdad, no se erizaron frente a esa afamada arquitectura? ¿Por qué ahora y en estos casos? ¿Por
qué no cuestionan directamente también aquella ‘buena arquitectura’ de casitas
de revistas, inmensas y fotogénicas, y egoístas en el más amplio sentido de la
palabra, de sus maestros y amigos arquitectos? ¿O moverse en vehículo por kilómetros hasta ingresar al jardín de la casa exime a las calles aledañas de contar con un espacio público más decente... y toda la culpa es del cliente? ¿O para los arquitectos, cuando hay que hablar de arquitectura ejemplar, lo que importa no es eso, sino el edificio en sí, 'la arquitectura', lo de adentro?
¿O es que hacerlo no es correcto? ¿O es porque en algunos casos 'arquitecto no come arquitecto'?
No hay comentarios:
Publicar un comentario