6 de mayo de 2014

El calzón con bobos del fundamentalismo


Por Israel Romero Alamo
Luis XIV de Francia
Jean Pierre Crousse: En muchos países la enseñanza se ha convertido en un negocio redituable, y estamos viviendo la proliferación de universidades y facultades de Arquitectura, que ya suman más de cincuenta en el Perú, número que aumenta de año en año.  Este fenómeno va, claro está, en contra de la calidad de la enseñanza, y presagia un futuro sombrío de la arquitectura. ¿Cuál es tu visión sobre el futuro de la enseñanza en países como el Perú?, ¿hay una luz al fondo del túnel? 

Enrique Ciriani: Es difícil poder imaginar con optimismo el futuro de la enseñanza de la Arquitectura si se mantienen las tendencias globalizadoras actuales que favorecen la imagen sobre la idea, lo inmediato, la dependencia a las facilidades de la computadora. Tendencias que dislocan la relación tripartita de programa-función-forma. Estas tendencias abandonan la idea del proyecto como central, ese tiempo puro de la búsqueda que mantiene en suspensión el resultado, esa lentitud deliberada que permite avanzar sin certeza fija, esta exploración que acomoda la profusión de parcialidades sin dispersión… esa condición que permite descubrir.

Éste es un fragmento de la entrevista de Jean Pierre Crousse a Enrique Ciriani, en Marzo de 2014, publicada por el blog Cadi-Textos.

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La pregunta de Jean Pierre Crousse induce la respuesta partiendo de un prejuicio. Él asume que ese ‘fenómeno’ va en contra de ‘la calidad de la enseñanza’ y por ello ‘presagia un futuro sombrío de la arquitectura’. Desahucia la arquitectura por culpa de la deformación del arquitecto y Ciriani, muy lamentado, coincide. Sería importante que Jean Pierre Crousse nos explique con detalle qué parte de ese fenómeno —para él— es lo que presagia 'un futuro sombrío de la arquitectura'.

Nadie niega que hoy gran parte de la enseñanza, en el Perú, sea un negocio. Evidentemente no está bien y no vamos a defender lo indefendible, pero es necesario hacer algunas aclaraciones. 

1.

Como producto, en la arquitectura —a diferencia de otros productos culturales— es muy difícil esclarecer y señalar esos problemas de formación, esas deformaciones. ¿Bajo qué parámetros se identifica a un arquitecto mal formado si la arquitectura tiene tanto de ciencia natural, como de ciencia social, así como de arte e igual cantidad de ideología?

Es más o menos fácil identificar un médico o un ingeniero mal formado, pero, ¿cómo se hace para identificar al arquitecto con el tronco torcido? El diseñar tiene tanto de exactitud como de subjetividad: la función es una fórmula matemática criteriosamente aprehensible; el hacer ciudad es una mezcla de sentido común e ingenio; el espacio y la forma tienen de todas las anteriores y no por eso son más objetivos y científicamente comprobables.

Es probable que buen número de arquitectos mal formados vayan en contra de los valores que pueden hacer ciudad (como dice Adolfo Córdova), o no hagan mucho por mejorar ese factor social que es lo que Ciriani reclama. Eso tampoco está bien. Sin embargo eso no es exclusivo de una mala formación. En todo caso sería interesante saber cuántos arquitectos bien formados hoy cumplen esa humanista, bienintencionada y desprendida labor social y cuántos, en efecto, hacen ciudad sin que su campo de acción se reduzca a encargos con la mesa servida o a los esporádicos concursos eternamente esperados para lanzarse como niño en piñata.

Patricia Ciriani en un artículo para la revista Poder 360° se pregunta: “¿cuántos arquitectos se necesitan para crear la ciudad genérica erizada, a la moda china, de edificios inexpresivos separados por unos miserables pozos de luz, que parece ser el modelo a seguir en todo el Perú?”.

Claro, la respuesta es ni uno ni mil, o puede que todo lo contrario. Esto porque —aunque suene irresponsable esta afirmación— los arquitectos saben cómo se hacen bien los edificios, cómo deben ser. No hay nada que inventar —aunque suene falto de respeto y doblemente irresponsable—, eso no es “cosa del otro mundo”, la enseñanza no es el problema. El problema está en que las situaciones favorables no se dan y poquísimos logran lo imposible con situaciones desfavorables. Los edificios con las características que indica Patricia son el producto de factores irremediablemente ajenos a la arquitectura: políticos o económicos, por ejemplo. El hacer lo impensable a contracorriente es lo que podría caracterizar a un arquitecto —y cualquier profesional— bien formado.

Un ejemplo de un buen arquitecto es aquel que se inmiscuye en el siempre menospreciado y repelente campo del Estado, lo desenmaraña y se enfrenta a todo lo sucio y a toda esa adversidad que tanto aterra al buen arquitecto para luego generar —aún con el universo en contra— la tan anhelada buena arquitectura. Eso es mejor que estar sentado esperando la venida divina de concursos, como maná del cielo, para luego —recién— demostrar con cuánta capacidad e innovación proyectual se cuenta. En el fondo tanto Enrique Ciriani como Jean Pierre Crousse saben que es altísimamente probable que, con el mundo a favor y un hada madrina que le diga sí a todo, cualquier mortal arquitecto pueda hacer buena arquitectura.

En este caso, ¿cuántos arquitectos tradicionalmente bien formados lo han logrado? ¿Cuántos saben cómo hacer maravillas a contracorriente? Son muy pocos. Pero al otro extremo, donde están los mal formados, aunque muy pocos, también existen. Sólo que a ellos nadie los conoce. La buena formación no es garantía de buena arquitectura y la mala formación no crea automáticamente malos arquitectos. Si no, entonces, ¿quién hizo los malos edificios de hace treinta o cincuenta años?

Probablemente lo que le preocupa a este grupo es que proliferen los malos arquitectos y que se mancille la pulcra arquitectura peruana: la que ellos hacen y de la que se enorgullecen. No es un problema de densidad porque ellos, gracias a sus mecenas, siempre tendrán cómo sobresalir.

2.

Tenemos la ligera sospecha de que se identifica al mal arquitecto por factores éticos y estéticos antes que técnicos. En ambos casos, la buena formación tiene que ver muy poco. Explicamos el porqué. Aquí se entiende a un arquitecto mal formado por dos cosas: la primera, por su falta de valores y principios (situación claramente no exclusiva de la arquitectura), y la segunda, por su mal gusto.

Es muy probable que para la élite arquitectónica —de la que inevitablemente ambos son parte— la mala arquitectura sea la que no se amolda a lo que ellos entienden como arquitectura correcta, como la arquitectura que hay que seguir irreprochablemente por ser “universal”. Esa es, la que sus alumnos —los bien formados y correctamente racionalizados— han seguido y muchas veces hacen con pocos cuestionamientos de por medio. De esa forma sus alumnos consiguen amoldarse a la argolla de buena arquitectura que atesoran celosamente tres o cuatro facultades de arquitectura de Lima, y de esa forma, se adecúan perfectamente a ese mercado, el publicable, el que es catalogado como Arquitectura Peruana. No nos hagamos el calzón con bobos.

Bajo la lógica de la pregunta en mención podríamos intuir que:

Para la buena arquitectura, la mala es la fea, la huachafa, la que comunica más de lo que debería, la que tiene una carga cultural muy grande que no debe exponerse sin primero haber sido racionalizada y amoldada… cuadriculada, es decir, modernizada. Para ellos, implícitamente los malos arquitectos —aparte de los corruptos, indudablemente— son los que no respetan esos míticos lineamientos que han sido arremetidos en una tajante  y súper convincente lavada de cerebro a los bien formados, quienes, vaciados de su contenido cultural, que como occidentales periféricos tienen, han caído redonditos. Pero eso no es todo, luego, para devolverle ese contenido cultural ultrajado, que ahora, como buenos peruanos deben tener, le agregan a su racionalismo un parche, un sticker que en lenguaje arquitectónico dice algo más o menos así: I love Perú ¡Que vivan las huacas! ¡Que vivan los Incas!

Al moderno, al correcto, no le gusta la variedad tal cual, tiene que editarla, y si no puede, la acepta pero no la valora igual que a su propia inventiva, sólo la admite como una “manifestación cultural” casi silvestre, y, de pronto, para encasillarla, la llama vernácula, chicha o popular. La mutila, la “abstrae”, le saca su "parte esencial" para sus propios deseos sin importarle que detrás de ella haya una fuerza cultural simbólica o comunicativa alternativa de igual valor a la foránea.

Con el mismo prejuicio con el que Crousse plantea su pregunta, podríamos también asumir que el arquitecto mal formado queda, luego de ese atrofiado proceso de racionalización, con inmensos vacíos: huecos por donde puede escaparse y brotar la cultura propia tal cual y sin filtros de por medio. Este supuesto, de ser cierto, es igual de positivamente fundamentalista que su extrema contraparte.

3.

Enrique Ciriani dice por otro lado de la entrevista que quiere mantener un alto nivel de calidad arquitectónica sin ceder al exhibicionismo actual de las modas mundialistas.

No es difícil suponer que aquellas ‘modas mundialistas’ son las que dieron pie a lo que él, en alguna conferencia reciente, tildó como “lechugas” sólo porque le resulta inadmisible que de un cerebro racional pueda emerger alguna cosa no ortogonal si no es con la ayuda de una computadora. Ciriani se refiere a las ‘modas mundialistas’ como si se tratasen de una plaga, pero no calcula que la moda mundialista de hoy es proporcional a la que difundía Le Corbusier —su principal referente— en su época. Hoy, el espectáculo que generan esas ‘modas mundialistas’ es parte importante del funcionamiento de la sociedad, tacharlo íntegro sólo porque tiene destellos negativos es por demás incomprensible.

La crítica argentina Marina Waisman, expresó hace 20 años lo siguiente:

“(…) para alcanzar un valor (precio) considerable es menester entrar a la industria del espectáculo. Como es sabido, últimamente la arquitectura ha ingresado también a la industria del espectáculo, de resultas de la publicidad de las revistas especializadas, y su consiguiente reducción a imágenes: por lo que la arquitectura, como cualquier espectáculo, necesita ser fotogénica para tener éxito en el mercado” (Waisman M., 1995, p.22)

Aunque le resulte incomprensible, Ciriani, y de paso también su entrevistador, son parte céntrica del espectáculo de la arquitectura peruana. Ciriani es casi una institución. Que hoy estén donde están —más allá de la indiscutible calidad de sus proyectos— es consecuencia de lo que el mundo mediático ha estipulado por razones kilométricamente lejanas a la arquitectura. La perfección y el marketing de las fotografías de sus obras es demostración categórica de que ellos, de alguna u otra forma, alimentan las modas en la arquitectura (peruana). Esa moda es lo que define qué es, hoy, en el Perú, un buen arquitecto. Basta ver quiénes son hoy los laureados representantes de la arquitectura peruana y por qué filtro de calidad han pasado.

Los prejuicios y los fundamentalismos hacen daño. Segregan sin conocer. Discriminan. Ningún extremo —peor aún si parte de supuestos prefabricados— es positivo. La coexistencia y la tolerancia, la posibilidad de ser convencido, la conciliación y el destierro de absolutismos intolerantes de cualquier tipo, hoy, para el Perú y su arquitectura, son armas imprescindibles que no deben seguir postergándose. 




Referencia: 

 Waisman, M. (1995). La arquitectura descentrada. Bogotá: Editorial Escala.
 

2 comentarios:

J. Sánchez dijo...

¡Carne!

Anónimo dijo...

Entiendo que te preocupe, pero también entiendo que no entiendes de lo que se esta hablando, criticar es fácil, entender es lo difícil, te recomiendo buscar al arquitecto en la UPC para hacerle esas preguntas, conocerlo y entenderlo un poco más, luego publicar algo con base no especulativa, sino más bien informativa, hacer crítica sólo de lo que se lee, es demasiado fácil, leer despierta mucho la mente, el problema es poder controlar lo que escribes.